Mario C. Gentil 25/12/2023
The Sweet East, ópera prima de Sean Price Williams, es probablemente, junto a la cinta andaluza On The Go, la pelicula más gamberra que se proyectó en la SEMINCI. El que ha sido el responsable de fotografía en las películas de los hermanos Safdie (Heaven Knows What, 2011), (Good Time, 2017) da el salto a la dirección con una de las películas más libres del panorama cinematográfico autoral.
Pese a sus marcadas vestiduras de independiente la película estadounidense no se desvincula de sus potentes referencias, de su historia y latitud, pues su epopéyica travesía en forma de road movie suponen una nueva versión de la desmitificación del mito americano. Abordado desde lo paródico, pero sin caer en el gag, es tan ontológicamente hiperactiva que, sin poder etiquetarla en ninguno de estos géneros, mantiene un hilo de conexión con el slapstick y la screwball, que marcarían la consagración del cine estadounidense hace más de cien años. Pero en su tremenda actualidad, el filme se percibe con el hondo aroma a desencanto de quien sabe que ya no revela algo nuevo, sino todo lo contrario (un hastío asfixiante), pero que sí es poseedor de la capacidad intelectual y del manejo de las formas para reírse a carcajadas de su propia nación. Esta obra, que busca en una nueva generación la asunción de un Estados Unidos desprovisto de toda falacia nacionalista, que a la vez sirva como reconstrucción, o al menos, reafirmación identitaria (tarea nada sencilla), mezcla la Alicia de Lewis Carroll con Lolita de Vladimir Nabokov. Una especie de coming-of-age a través de diferentes episodios que hace a su joven protagonista recorrer todo el país, a veces de la mano de sus pretendientes/secuestradores, en donde vemos muchas de las patologías de la nación norteamericana.
El punto de partida se antojaba complicado: colocar nuevas sensibilidades y puntos de vista de un tema vasto (el desengaño del mito americano), mil veces visto, a la vez que se realiza un proceso de búsqueda de identidad nacional. Price Williams tiene la inteligencia de no abstraerse, de no colocarse por encima de sus personajes y jugar al demiurgo (pese al componente lúdico que porta la película), ni rasgar la cuestión identitaria en discursos solemnes: elije un camino, el del azar, mucho más verdadero y lúcido, que supone una bocanada de aire fresco. La utilización de las imágenes y la construcción del cine como un recreo supone una transgresión de la labor y el sufrido trabajo cristiano, una transmutación de valores que supone una ruptura, que, si bien se antoja un ejercicio cíclico con el pasar de las generaciones, la escisión es ya aquí completa. Esta filosofía tan alejada de lo institucional y lo académico maquinan una película donde la fantasía tiene las riendas sueltas, en la que la crítica es voraz a pesar del escapismo ilusorio, y en la que elementos como el hilarante montaje imbrican situaciones de EE.UU. que parecen sacadas de cuentos surrealistas, pero que brotan de forma corpórea en muchos rincones del país. Este cine sí engrandece la cinematografía estadounidense, el único capaz de enfrentar a su propia industria del secuestro comercial al que lleva décadas sometido. No lo hará con recaudación, pero sí con una pieza artística que reelabora un discurso que emana de una nueva generación de jóvenes estadounidenses.
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