Mario C. Gentil / 27.09.2023
La Sección Oficial del Festival de San Sebastián ha sido el marco del último trabajo de Robin Campillo: La isla roja (L’île rouge, 2023, Francia). La película se sitúa a principios de los setenta, en el que ya era independiente país de Madagascar hacía más de dos décadas (desde 1950), pero donde la presencia colonial francesa todavía persistía. Asistimos a una cinta que mezcla despertares y ocasos, que conjuga las primeras reflexiones existenciales e identitarias de un infante con el proceso de toma de consciencia y maduración de una nación. Un título que a su vez trata de recomponer la decadencia colonial francesa en sus últimos años de ocupación, pero que en ninguno de sus tres ángulos toma vigor ni verdaderamente profundiza.
Desde la ingenua mirada del más pequeño de un núcleo familiar instalado en una tierra exótica, el filme se despliega ambientalmente como un lejano eco de El Río de Renoir (1951, Francia). No obstante, totalmente desprovisto de la poética del clásico. En su lugar, se materializa una ilusoria fantasía infantil de Fantomette como el filtro inspirador con el que el pequeño Thomas ira haciéndose cargo de las figuras que le rodean. Se expone así, bajo la sentenciadora luz africana, en el contraste que posibilita el marcado cobrizo de la tierra, la alienación de los diferentes miembros del clan familiar, especialmente las mujeres. Asistimos a un pequeño sistema de familias que crecen en tierra de nadie: ni son lugareños, ni tienen la dependiente ligadura de la metrópolis, en las que el constante trasiego moldea algunas figuras que conectan con las de serie de Guadagnino We Are Who We Are (2020).
El buen hacer de la fotografía de Jeanne Lapoirie le da un cuerpo a la cinta que ni su escritura ni su dirección ponen en pie. La cadencia narrativa está marcada por una puesta en escena en la que confusamente se alternan planos largos, con otros de corta duración, que dejan una sensación de arbitrariedad. Adolece de los mismos problemas de inconexión entre sus tres partes que su guion (escrito a seis manos), en las que la cinta parece deambular buscándose a sí misma. Sintomático es la ausencia de la fantasía (con la que ¡ojo!, se abre la obra), en su parte final. No solo el mundo de Fantomette desaparece, sino que el mismo Thomas queda orillado para poner el foco en los nativos, en un último y ya vano esfuerzo de la cinta por centrarse.
La tensión subyugante de la opresión colonial y el drama cultural que viene ligado a ella no deja huella en la tierra batida. El listón está muy alto en nuestro presente cinematográfico y la comparación con el cine europeo actual que denuncia su propia devastación colonial enflaquece todavía más esta propuesta. Saint Omer (2022) y Pacifiction (2022) todavía pesan mucho, el nivel de exigencia para autores con cierto recorrido no debe rebajarse. La isla roja, por momentos, en su marcado foco postrero, pretende seguir la senda de Albert Serra, pero se queda tan lejos como Madagascar de la Polinesia.