‘Vortex’ nos parte el corazón en dos como Gaspar Noé hace lo propio con la pantalla

Fotograma de ‘Vortex‘ (2021).

Mario C. Gentil / 08.08.2022

Vortex, último filme dirigido por Gaspar Noé, y que salió premiado como mejor película del Festival de Cine de San Sebastián de la pasada edición, en la Sección Zabaltegui, está ya en cines.

La cinta es una durísima muestra de la corrosión que produce el Alzheimer, tanto en la persona que lo padece, como en el entorno que lo sufre. La obra puede estar emparentada por temática con El padre (2020). Pero mientras la dirigida por Florian Zeller era mucho más teatral, esta, en cambio, tiene un estilo mucho más realista pese a lo innovador de su formato.

Y es que, el relato de esta pareja de ancianos que viven en su casa parisina, ella con la mencionada enfermedad, y él con problemas de corazón, nos está expuesto en pantalla dividida en todo momento. Con ello, el director consigue de una manera original que veamos siempre los dos rostros y las reacciones de la pareja, y, además, este recurso le permite estirar las tomas en planos de larga duración que dan un realismo aún mayor del que ya de por sí está impuesto en el tono de la película. A la vez, esta división de la imagen incide en la sensación de angostura y agobio, en esa separación forzosa de entendimiento que termina de modelar ese clima que el desarrollo de la historia y sus personajes también imprimen.

La soledad, la pérdida de la autosuficiencia, la familia, la responsabilidad con nuestros mayores, el arraigo a un lugar, a unas tareas que mantienen viva la llama de nuestra personalidad cuando las fuerzas corporales ya nos abandonan. De todo ello y más versa la obra, que, con una franca dureza, pero sin perder un ápice de dignidad, nos deja devastados.

Los personajes, especialmente la pareja protagonista (François Lebrun y Darío Argento), están interpretados con una veracidad que verdaderamente nos hace dudar de la distancia entre la realidad y la ficción en el arte de la actuación.  

Fotograma de ‘Vortex‘ (2021).

El guion, del propio Noé, tiene una evolución lógica, pausada pero real, en la que las pocas cosas que ocurren, pero muy significativas, y las propias conversaciones, se toman su tiempo para imprimir ese carácter realista tan potente que el filme posee.

El manejo de la cámara y los encuadres, en ese estrecho piso, de constantes referencias cinéfilas, es de una gran habilidad, y más cuando se combinan a la vez dos imágenes, sin pisarse, y a las que el espectador tiene que prestar atención, sin por ello distraernos una de la otra, demostrando también que la labor de montaje ha sido prodigiosa.  

El silencio impera en la película, pero hay puntuales utilizaciones musicales, con una elección de canciones clásicas, nostálgicas y universales, colocadas con muy buen gusto.

Es muy difícil no salir turbado tras el visionado de esta cinta, pues la impresión es tan directa, que nos oprime, ya sea por su realismo, porque todos hemos tenido a alguien en una situación similar, por el miedo a que les pueda llegar a pasar, porque en un futuro nos veamos en esa situación, o simplemente por empatía con el relato que con tanta crudeza se nos exhibe.

Sin duda es una de las mejores obras del cineasta francés. Una cinta que todos debemos contemplar, tanto por lo que cuenta, como por el formato audiovisual novedoso tan bien utilizado.

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