Mario C. Gentil / 16.03.2023
Tú y yo (Love Affair, Leo McCarey, 1939, EE.UU.), vista desde la altura que nos proporciona el 2023, podría calificarse (y tiene que ser así), como un ejemplo de película machista; por la actitud del personaje de Charles Boyer (vividor, infiel, misógino) o el modelo de vida que propone a su amada (esposa de…). Por frases como “Yo tengo agrado por América, fue el primer destino de mi marido después de casarnos” en la que la mujer vive la vida a través de su marido, o por la asunción de la propia mujer como ser que no puede dejarse ver en estado dañado, que tiene que ser perfecta y funcional para el hombre. Negar esto con tantos ejemplos sería una necedad. Pero no querer ver su valía cinematográfica, que hace que su visionado incluso emocione con cosas que hoy parecen a priori inconcebibles, sería también caer en un error. Tú y yo es una película formalmente sublime, que hace que sus accidentes no le impidan subir a los pisos más altos del cine.
Uno de los elementos que hacen esta película destacable son sus rápidos cambios de tono, e incluso de género. La cinta empieza como una comedia sofisticada que parece presagiar una segunda parte de La pícara puritana (The Awful Truth), que Leo McCarey rodara dos años antes con la propia Irene Dunne como protagonista. Esta presentación casi en formato screwball es una de las razones por la que toleramos la misoginia que hay de base, pues en dichos géneros, la lucha de sexos, la ironía y el doble sentido de los diálogos suavizaban la introducción de personajes realmente despreciables, que en un género dramático nos producirían un total rechazo a primera vista. La película, con total organicidad, evoluciona a un romance, que torna en drama romántico; para acabar, cuando ya estamos emocionalmente comprometidos, en un rotundo melodrama. Pero es en su capacidad de síntesis donde la película brilla con más fulgor. Para ello McCarey tira de muchos recursos. Hace uso de travellings para transmitir cambios repentinos de sentimientos (la escena del night club o la contemplación del cuadro), que en el remake de 1957 no necesitaría pues el cinemascope le permitía más campo de acción. Realiza recurrentemente un juego de espejos: el Empire State reflejado en una ventana a la vez que vemos un rostro, la foto con el prometido a la vez que vemos a los amantes en el cristal, donde mientras los personajes callan las imágenes hablan por sí solas. La elipsis está siempre presente: un piano cerrado, un manto, el regalo de navidad… O un proceso de enamoramiento en los planos y contraplanos de tres rostros (la calidad gestual de los actores también ayuda), oxigenados por encuadres medios donde aparecen las tres figuras, mientras suena una canción. Tema musical (Plaisir d’amour) que, por cierto, se utiliza de forma diegética, para desde entonces, de manera extradiegética, reconocer la huella del amor cada vez que ambos personajes se interrelacionan.
Pero, además, la cinta tiene un guion redondo, de estos que cierran todo lo que abren. Y, pese a la barrera de género comentada, tiene un fondo constructivo. Cuando los personajes se van a ver desprovistos de su candidez por la desaparición de la comicidad, les llega el proceso del enamoramiento (otro de los motivos de la belleza del cambio de tono: el amor nos cambia la inercia), como un suceso que no saben si será feliz o no, pero por el que van luchar con fuerzas y objetivos por primera vez en sus vidas, renunciando a sus estatus y a sus mentalidades clasistas, con un mensaje esperanzador: el amor mejora a las personas.