
Francisco J.Pacheco / 12.02.2025
«La vida solo se entiende hacia atrás, pero tenemos que vivirla hacia delante«, decía el protagonista de Uncle (1996), primer corto animado del australiano Adam Elliot. Un personaje tan desdichado como el resto de protagonistas de su filmografía. Ahora es uno de los personajes de su nuevo largometraje, Pinky, quien se adueña de estas palabras, y las hace cobrar aún más sentido. La entrañable anciana es la encargada de dar a la película ese punto optimista de moraleja y enseñanza que quizás no estaba tan presente en los otros trabajos de Elliot, creador también de aquella maravillosa joya llamada Mary and Max (2009), su primer largometraje. Pinky, como decíamos, se atreve a entonar un canto a la vida en un mundo gris y despiadado donde viven personajes de plastilina. Irónico, como no podía de ser de otra manera, porque Pinky otorga esperanza a la crueldad de la vida en el mismo instante en que se va al otro barrio, justo al comienzo del film. O al final, porque ya sabemos que la vida se entiende de atrás a adelante.
Y es que como su propio nombre indica, y como es inherente a las historias animadas de Adam Elliot, Memorias de un caracol, su segundo largometraje, tiene un marcado carácter de biografía ficticia. Esas memorias pertenecen a Grace, a quien presta su voz Sarah Snook (Succession). La vida de esta chica obsesionada con los caracoles está constantemente empezando, mientras la de sus acompañantes y amigos termina continuamente. La muerte está presente de principio a fin en la película. Y entre tanto, aunque el personaje de Grace crece a lo largo del metraje, en esencia sigue siendo una niña eterna, una huérfana eterna. Su historia vendría a ser un relato «dickensiano» dirigido por Tim Burton, con exagerados tintes de crueldad y comedia negrísima. Porque a diferencia del cine de Burton, en el mundo de Adam Elliot no hay lugar para la magia y lo sobrenatural, aunque sí para lo extravagante y rocambolesco.

La película se construye con un «stop-motion» puro, sin músculo digital, pero el avance y democratización en la técnica artesanal permiten a su director realizar movimientos de cámara y efectos ópticos más enrevesados a través de escenarios más complejos, dando más riqueza visual a la narración que en Mary and Max. El uso del color, en contraste con el blanco y negro de su anterior largometraje, enternece (que no empastela) el relato de Grace. Aún así la vida de esta se colorea con tonos terrestres, áridos, que varían desde el dorado de las arenas del desierto hasta el negro de las cenizas de un entorno volcánico, pasando por el marrón del barro. Pero nunca los vivos colores de un campo florido. El mundo de Adam Elliot no es lugar para que broten las flores. Sin embargo, la narración en primera persona contribuye a un tono más personal que narra más con melancolía y tristeza que con la habitual sorna y mala leche del narrador externo y omnisciente que comparten el resto de trabajos del autor. Pese a ello, el humor negro sigue estando muy presente.
Al igual que toda la obra de Elliot, Memorias de un caracol es una de esas joyas que conviene rescatar y acudir a ella cuando uno siente que ha perdido el rumbo. No por que sea especialmente esperanzadora, pues es una comedia tan amarga y triste como toda la filmografía de esta relevante figura de la animación independiente. Pero al final, entre tanta serie de catastróficas desdichas, Memorias de un caracol acaba por recordarnos la razón por la cual todos y cada uno de nosotros estamos aquí. La soledad, la nostalgia, la amistad, la frustración y la angustia existencial hacen acto de presencia en el film, aunque muchas veces lleguen con un oscurísimo envoltorio de humor. Al igual que en Mary and Max, la amistad intergeneracional entre personajes infantiles y ancianos vuelve a ser un tema crucial, y clave para comprender el terrible mundo en el que viven (y vivimos). Pero sobre todo, Memorias de un caracol es, de nuevo, una conmovedora oda a los bichos raros, a romper tabús y a no tener pelos en la lengua. Mira tú por donde, al final el sentido de la vida no era el que buscaban los Monty Python, ni el número 42, sino que todo este tiempo han sido las patatas.