La guitarra flamenca de Yerai Cortés – Dir. Antón Álvarez
Carmen Osadía / 20.12.2024
Una pena que contar, traducida en sala como una pasión atragantada que guardó silencio hasta poder transmitirse. Esta idea central, casi visceral, marca la primera incursión cinematográfica de Antón Álvarez, alias C. Tangana, en La guitarra flamenca de Yerai Cortés.
La premisa se nos presenta con una fuerza incontestable, como su ruptura en pantalla: el flamenco en bruto, envuelto en una luz blanca casi cegadora que transforma cada acorde en pulsaciones profundas, dejando sitio a la escucha y a un latido, sin previo aviso. Álvarez, en su debut detrás de las cámaras, parece querer llevarnos al centro mismo de esa vibración emocional, esa herida abierta que es el flamenco, tal como lo hizo ya en los estadios con su Sin cantar ni afinar Tour. Aunque estamos ante una ópera prima, no se percibe como un primer intento. Al contrario, el espectador familiarizado con su obra musical reconocerá aquí los ecos de ese proceso creativo que ya asomaba en sus conciertos: una intensidad que se construye desde la precisión visual y sonora, donde guitarras, voces y la captura en directo se amalgaman en una especie de coreografía sensorial. Estarán de acuerdo en que ya hubo cine por entonces: Álvarez ya dirigía la mirada de sus oyentes, pero aquí la amplifica para convertirla en una experiencia totalizadora, casi inmersiva, es decir, una película. Con La guitarra flamenca de Yerai Cortés, el flamenco no es solo un género musical: es un estado de ánimo, un cohete de transmisión emocional que él mismo plasma con una mirada reconocible ya en un sello. Esa comunión entre música y cinematografía es donde la película encuentra su verdadera fuerza. Lo visual se pliega ante lo sonoro, pero a su vez lo potencia, en un juego de espejos donde todo está dirigido a una única emoción: el duende y las raíces.
Con toda la consciencia del lujo que a continuación me permito, me reservo, por puro placer emocional, el derecho de no profundizar en las correcciones que una crítica cinematográfica profesional exigiría. La guitarra flamenca de Yerai Cortés ha traspasado a esta servidora de una manera que desborda cualquier análisis técnico: unas lágrimas nacieron para quedarse, trazando un camino directo hacia el lugar que siento que me corresponde. Y es precisamente en ese terreno de conexión tan íntima donde esta obra, más que un filme, se convierte en experiencia. A la no ficción, exijamos la captura de la verdad. Obviemos la rectitud en la narrativa y quedémonos con la intención tan vulnerable y expuesta: la inocencia en la dirección y en el montaje, subrayada de sangre de corazón. Que no se nos olvide este arte como medio de expresión. Subrayaba María García “No soy frágil como una flor. Soy frágil como una bomba”. Y así le presiden los 91 minutos de largometraje. Volvamos a la torpe o no toma de decisiones – juzguen ustedes, si lo necesitan –en su estructura: No hay precisión en la complejidad de la imagen, pues tal y como afirmaba el propio Antón, el valor se quedaba en la verdad, el desenfoque fue inoportuno pero en ese plano quedaba la pureza. Y ese, ese es el que se queda. Una familia enfrentada a su propia historia con la valentía de ser contada al mundo, ¿no es eso lo que esperamos del cine? Valentía, riesgo, ensayo, y error. Ese es el puñal directo al corazón.
Un foco iluminaba aquella sala el 20 de Septiembre de 2024 de San Sebastián y de banda sonora un aplauso ensordecedor, transformando el foco azul en cálido: el equipo cinematográfico envuelto en su total intimidad. La pena que contar, el dolor que traspasar… ahora es belleza.