Mario C. Gentil / 24.11.2022
¿Es el cine una medio mentira?, ¿una medio verdad?, y… ¿No es el enamoramiento, acaso, algo parecido? La cinta española Ramona, ópera prima de Andrea Bagney que se estrena en salas este viernes 25 de noviembre, versa sobre ello a manera de tragicomedia, y con cierto preciosismo estilístico. La cinta posee un regusto clásico, en la utilización del blanco y negro, en la transición entre escenas, en la presentación de la ciudad (Madrid) o en la utilización de la música. Conecta también con Woody Allen en los vaivenes de sus personajes. Además, tiene reminiscencias del cine francés de Agnes Varda, al menos en el retrato psicológico autónomo de la mujer que busca su lugar. No es casualidad la utilización del formato europeo (1.66:1), que incide, como todo lo que aparece en la película, en esa idea de estar a medias, en este caso entre el formato clásico y el actual. La primera escena nos sitúa en el clima de la película; en la presentación de su protagonista, Ramona (Roussian Red) alza la voz escaleras arriba: “¿Papá me has llamado?, ¡Ya subo!”. La realidad es que pocos segundos después se nos desvela que Ramona es huérfana de sus dos padres desde hace varios años.
Se aborda aquí un tema muy actual y recurrente en el cine (La peor persona del mundo del noruego Joachim Trier fue el último gran ejemplo): la crisis existencial de una chica de 31 años (de nuevo, a medio camino entre la juventud y la madurez) que se relaciona con todo diciendo mentiras a medias. A propósito de esto, la mezcla de su banda sonora: tanto la canción contemporánea de Betacam Que nos quiten lo bailado (“…nunca digo la verdad, solo mentiras a medias”) pero que nos remite a una época ochentera; como la utilización valses en la transición de escenas, a juego en la cadencia con el montaje. El vals, un baile que gira, para dos personas, pero que discurre a tres tiempos, que se acopla a la historia de una chica que se enamora, y en la que siempre pulula el trío amoroso. El vals, esa música ensoñadora, clásica y romántica. Un cisne blanco, indeciso, no sabe si huye o si persigue, si escapa o si se queda, si se atreve o si abandonar, si hace daño a otra persona o si se lo hace a ella misma.
Ramona y Bruno (Bruno Lastra), se conocen por casualidad, hablando sobre un remedio para la ansiedad del que opinan que es un timo. Ambos personajes se comunicarán siempre mediante el fingimiento, mediante las mentiras, pero sobre eso van construyendo algo que se convierte en verdad, o que quizás late de fondo desde el inicio. El humor, siempre presente, dan un tono risueño a la obra pero que a la vez encierra un relato de un eco triste, y, sin embargo, la cinta no pierde ese aroma esperanzador y romántico. El cine como temática profesional en la que se desarrolla la historia se muestra como metáfora de todo esto. Este juego es constante en la obra; del blanco y negro súbitamente se pasa al color cuando se ven planos desde la óptica de la cámara de la película dentro de la película, e incluso hay un guiño a la Jane Handerson de Paris, Texas (Win Wenders, 1984, Alemania Occidental, Francia, Reino Unido, EE.UU.), en una escena donde a la protagonista la vemos expuesta desde el cristal del objetivo, con el tono mucho menos dramático que el de la cinta estadounidense, pero mostrándonos su fragilidad.
Sin embargo, es el rico guion el que ensambla todo ese juego de mentiras a medias y de intento de madurez que formalmente vemos reflejado en tantos elementos. El CBD, el tabaco que no es tabaco, la ansiedad galopante, el tema okupas, el ecologismo, el paralelismo del cine y el amor… El conjunto de ingredientes escritos por la propia cineasta es ejecutado de manera que todo encaja, todo tiene su sentido. Una tragicomedia que retrata a una generación que se defiende con mentiras y que a la vez sabe que hay mucha mentira en todo, pero que también tiene consciencia y una gran capacidad para amar. Y una mirada femenina, de nuevo, que suma otro título más para enriquecer este inolvidable 2022 español.