Mario C. Gentil / 06.11.2022
España, en su más prolífico año cinematográfico, vuelve a producir una cinta con los mismos temas de fondo, con las mismas preocupaciones. El agua, ópera prima de Elena López Riera, presentada en el pasado Festival de San Sebastián (previo paso por Cannes), y que se encuentra ya en salas, cierra por el momento este maravilloso ciclo (yo me atrevo a llamarlo ya nueva ola) de películas rodadas por mujeres que poseen características comunes, pero cada una con una mirada muy propia. A las cintas que más se acerca, para no nombrarlas a todas (esto requiere un artículo más largo, apartado de la crítica) serían a Alcarràs (Carla Simón) y a Secaderos (Rocío Mesa). Con el filme catalán comparte esa visión identitaria mediante la mirada desde dentro del entorno rural, la cierta asfixia de algunos personajes, la enfatización de esta opresión situándonosla en la estación estival, y la utilización de actores no profesionales. Estos mismos rasgos los comparte con la película de la cineasta granadina, teniendo con ella aún más paralelismos, pues ambas se ven impregnadas de una esencia mitológica, sobrenatural, que en el caso de Secaderos toma forma corpórea, pero donde aquí la magia es algo todavía más sutil, algo que se respira en el aire, y sobre todo, en las mentes y en el imaginario colectivo del entorno de Orihuela, en el que se ambienta la historia.
Ana (Luna Pamiés) vive con su madre y su abuela en una casa en un bar de carretera de un pueblo que las oprime, pero del que no han podido huir. Ana siente una asfixia total, y una necesidad de escapar al pueblo que la reduce, al destino familiar que la condiciona, e incluso a su propia esencia. De ahí parte una historia, que se va transformando en fábula, donde el agua, va adquiriendo cada vez más importancia. Y es que el murmullo del río se va convirtiendo en arrullo: ese retrato realista va introduciéndose en nuestro cuerpo cada vez de manera más mística, casi acechante. Las escenas costumbristas, que se alternan con relatos casi de falso documental, van dejando paulatinamente paso a un tono que se tiene que acabar imponiendo. Los planos cercanos, que nos muestran esta psicología interior de la protagonista, se ven alternados con escenas paisajísticas nocturnas donde la belleza de la amenaza oscura que pulula por la película cada vez está más presente, y que, probablemente, tiene su mejor momento en una escena fluvial donde Mizoguchi, la literatura mitológica griega y la tradición de las mujeres españolas se dan la mano.
“¿Sabes a lo que tengo miedo?, a ver siempre la misma carretera”. Este es el mayor miedo de Ana. Pues bien, este cine español, feminista, rural, de contrastes, de esencia realista, auténtico, personal, retratístico, reivindicativo, no es, por mucho que coincidan en tantos aspectos, nada repetitivo, sino un riquísimo retablo que está ilustrando el espíritu de una parte del país que hasta ahora no había tenido, más que en muy puntuales excepciones, una voz con la que hablar, y una mirada nueva que prestarnos. Estas jóvenes cineastas han superado la carretera, pero son lo celebradamente consecuentes, comprometidas y poseen una dignidad tan alta, que no se olvidan ni de donde vienen, ni de dar voz a las muchísimas mujeres que todavía no lo han hecho o que nunca pudieron. La nueva ola, El agua que nos atraviesa, y que va a dejar ya para siempre su marca en nuestro cine.
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