Mario C. Gentil / 26.02.2023
La vida del ser humano se ve sembrada a veces por momentos con cierta extensión en el tiempo que quedan para siempre, que marcan, que hacen evolucionar, pero que pasan demasiado rápido, que no pueden saborearse ya sea por la manera en que se suceden, por la edad en que llegan, o porque no se es consciente de lo que se vive hasta, casi siempre, demasiado tarde. Colm Bairéad en su ópera prima de ficción The Quiet Girl (2022, Irlanda) consigue transmitir ese sentimiento de algo que empieza y, desgraciadamente, acaba más pronto que tarde; así como una defensa del verdadero desarrollo personal y social cuando los cuidados son los adecuados, lo que supone un llamamiento a la protección que trasciende al propio ser humano: se aplica a todo ser vivo. Lo conjuga el cineasta con un despliegue formal que se muestra cristalinamente al espectador para que sea capaz de valorar y de vivir existencial y sensorialmente estos momentos que la joven protagonista experimenta: lo hace “sin secretos, porque donde hay secretos hay vergüenza”, como se comenta en un punto dado del metraje.
Cáit (Catherine Clinch) es una niña de una extensa y pobre familia irlandesa que se va a pasar unos días a casa de unos familiares lejanos, así le hace espacio a su futuro nuevo hermano, pues su madre está embarazada de nuevo, a la vez que hay una boca menos que alimentar… Es una pieza realizada para apreciar el instante, las calidades materiales, lo temporal y, más concretamente, la vivencia de una situación excepcional y privilegiada (y de dignidad) que puede ser extrapolada a cualquier momento vital. Para ello la imagen busca siempre la total claridad preposicional, una presentación diáfana, en la que no haya secretos para los espectadores, ni, por lo tanto, la mencionada vergüenza. Un sol platónico gobierna la idea de la propuesta: todo se proyecta con una límpida claridad expositiva, donde la angostura del 4:3 con el que nace la película se expande y se despliega gracias al calor de la luz que contiene la fotografía y el cuidado compositivo de cada encuadre (proceso análogo al que ocurre con la protagonista). En este eco de vanitas se da el florecimiento de un ser delicado, huidizo, pacífico: el filme se adapta en formas a su centro, Cait, pues pese a la contención de la propuesta, acaba desbordando la emoción. El cariño del director con su cinta no se acaba convirtiendo en consentimiento, sino que produce un despertar de emociones para las que a veces parece que hay que pedir permiso experimentarlas. Sin afear en nada esta intención apreciativa, se comunica la inmediatez de lo estacional en lugar de caer en una redundancia moralista o lacrimógena, ni de una persistencia realista que fuese más “acorde” (a buen seguro recurrente) a la temática. No por ello se ve totalmente inmaculada, ya que también hay lugar para un pequeño subrayado que afea la propuesta en su clímax sentimental; la obra se contempla como un vidrio translúcido del que no se pierde ninguna parte como para que el espectador necesite el tan aburrido recurso de la repetición de imágenes enumeradas. No construye anteriormente la película ese miedo en el que sin embargo, por un excesivo celo de comunicación, acaba cayendo.
Aun con su mancha de barro, a esta obra se la reconoce por la sinceridad, la verdad y el cariño con los que educadamente se presenta, y con los que se cuida a sí misma. En su realización consigue muchas cosas: explicarse a sí misma, mecanismos para transmitir las sensaciones que pretende, pero sobre todo, que argumento y emoción se supediten a la forma. The Quiet Girl, una flor que, gracias al cariño y el calor de sus responsables, se abre a quien decida posar en ella su mirada.