Mario C. Gentil / 18.01.2023
Vemos un primer plano del móvil de Matthias, que pasa las imágenes de las pruebas R.M.N. (Resonancia Magnética Nuclear) del cerebro de su padre, afectado de una enfermedad, al parecer indetectable, de su cabeza. R.M.N (Cristian Mungiu, 2022), con esas siglas tan fácilmente asociables a su país, Rumanía, es una cinta que radiografía la enfermedad que sigue carcomiendo los cerebros de la gente pese a la modernidad de los tiempos: la intolerancia y la xenofobia. No es baladí la utilización del aparato electrónico en lugar de la presentación de las imágenes en papel de celulosa. En un pueblo de la profunda Transilvania, donde se da una convivencia de etnias rumanas, húngaras y alemanas, la llegada de trabajadores de Sri Lanka a la localidad para trabajar en una fábrica de pan exalta a la población, de mentalidades cerradas, territoriales, y que nos dejan traspasar un castigado bagaje político tanto de la tradición soviética como de occidente, y un total hastío del trasiego de personas, que no encierra otra cosa sino unas mentalidades ultraconservadoras. El miedo, simbolizado en la figura de un niño que no habla, que «premoniza» un lúgubre futuro, nos incita a pensar en un continuo hermetismo, en un camino contrario a la apertura de una nación, que todavía en su seno profundo, no ha asimilado lo que supone la adhesión a la Unión Europea del país en el año 2007 (un plano fijo continuo de discusión de todo el pueblo, de quince minutos de duración, puede ser, casualmente o no, relacionado con los quince años de conflicto interno desde la entrada en la comunidad). El rechazo al cambio se refleja en todo este coro de personajes, incluida la arcaica figura de un hipócrita cura, que ni su religión, ni su oficio, y ni siquiera movido por la navidad en la que se nos ambienta la historia, es capaz de ceder ante su cerrada naturaleza. Es aquí donde entra la críptica presencia de los osos (“nunca, os interpongáis en el camino de un oso”, recordaba el ecologista del que fue motivo el documental Grizzly Man, de Werner Herzog en 2005), pues tienen uno de los mayores sentidos de territorialidad del reino animal. A su vez, esta presencia totémica hace cuestionar, como se deja caer en una conversación, las impertinentes cuestiones de ¿a quién pertenece esas tierras?, ¿quién estaba ahí antes? Y la no tan impertinente analogía de la defensa con respecto a los animales salvajes.
En todo ese insostenible clima de tensión y segregación (ambientación, por cierto, que cede poco al cambio, con una luz tenebrosa y unos colores que poco varían a lo largo de la cinta), se sitúa la figura de la transparencia en una mujer de fuertes convicciones, que tiene apego a su tierra, pero que denota una sensibilidad que abarca mucho más allá de las lindes de la comarca, que toca el violonchelo y nos rescata el tema musical Yumeji’s Theme (Shigeru Umebayashi) de Deseando amar de Wong Kar-Wai (no busquen aquí, pese a la justificación del director, más escusa que un precioso tema del gusto del cineasta rumano para dotar de profundidad a un personaje), y que hace de contrapunto a toda ese racimo de personajes que rechazan, o que ceden, ante el atisbo de la pérdida (medias tintas de una empresaria o el dueño de una pensión incluidos), y en el que se vuelca una esperanza (su personalidad, como su casa, no tienen cortinas entre las que ocultarse); eso sí, constantemente amenazada por la oscuridad que la circunda. R.M.N. es oscura, y por momentos, difícil de leer: como las mentes de la gente se cierran en sí mismos y que rechazan la posibilidad de la apertura.