Mario C. Gentil / 10.01.2024
Ha querido el destino que la novela corta de Henry James La bestia en la jungla (1903) haya tenido justamente en el mismo año (120 después de su publicación) y prácticamente en los mismos festivales de cine (al menos aquí en España han coexistido en las programaciones de la SEMINCI y de Sevilla) dos versiones cinematográficas de profunda hondura. Se podría decir que, a una obra literaria que ha tenido mucho menos reconocimiento del que merecía, le ha llegado, tras una larga espera, ese suceso inesperado, algo que puede que incluso cambie su propia existencia. Ha ocurrido en Francia (país que entiende, casi mejor que ninguno, que el arte es algo inherente a la substancia del “ser humano”) con las producciones de Bertrand Bonello (La bestia, La Bête) y Patric Chiha (La bestia en la jungla, La bête dans la jungle).
Esta conjunción en el presente se da con tres obras (la centenaria novela y las dos flamantes películas) que argumentalmente no se localizan ninguna en el ahora, pero poseen una esencia que no pueden separarse de la más absoluta actualidad. Henry James versaba (en una obra ya por entonces adelantada a su tiempo) sobre el miedo al compromiso amoroso; sobre el egoísmo del que el ser humano (nunca antes tan palpable como ahora), en su búsqueda de una mayor independencia y de una identidad, hace gala sin que los propios individuos reparen en ello. Patric Chiha, algo más fiel a la novela (por su sentido interno de afectada expectación), sitúa la película entre finales de los 70 y principios de los 2000, en una historia de personas atrapadas en la noche que frecuentan adictiva e inevitablemente los mismos espacios, dejando escapar la vida entre las mismas paredes, diversiones y personas; envejeciendo sin ser conscientes de la pérdida que ello supone hasta que resulta demasiado tarde. Bertrand Bonello, por el contrario, contextualiza a sus personajes en 2044, en un París postapocalíptico donde las pandemias dejan calles deshabitadas y en la que las inteligencias artificiales son las que gobiernan a las personas. Si Bonello adapta al literato estadounidense en una senda cinematográfica “lynchiana”, caleidoscópica, multidireccional, Chiha, por el contrario, vira la obra en un estilo que mira hacia Eric Rohmer, en el que la pareja es el punto de vista desde donde todo lo demás orbita.
La puesta en escena de La bestia de Bonello se desarrolla extremadamente libre, contemporánea, fragmentada, diversa y digital. Una bestia que acecha entre algoritmos, que nos deshumaniza a base de inputs y estímulos, que nos lleva a un aprendizaje enfermizo y a una deriva psicótica del amor. Un despliegue formal que aborda lo discontinuo, que clama que ya no sólo somos el final del proceso de mutaciones evolutivas, sino que también somos el resultado de alteraciones robóticas. La cinta supone la plasmación de un paradigma: nos encontramos ya en el proceso del mayor cambio del ser humano en su programación interna. No es baladí que en esta distopía en la que reina el desempleo, la gente que quiera encajar y llevar una vida digna y acorde con respecto al sistema imperante deba purificar su ADN plegándose a una máquina. Los cambios entre épocas (son hasta tres en total las vidas que sus protagonistas, asistidos por las IAs, transitan: 1910, 2014 y 2044), que se asemejan a saltos como el deslizar de reels y tiktoks, o a desintegraciones de la imagen como motores gráficos que se descodifican, resultan en ritmos azarosos e impulsivos que hacen relucir su pretendido, en ocasiones, indescifrable significado sentido del montaje.
La bestia en la jungla de Chiha se enfoca de manera opuesta. La naturaleza de ésta reside en su constante continuidad. La mejor muestra de su tono se ejemplifica en el montaje interno de un maravilloso plano secuencia con un movimiento de grúa de 360 grados que define el imparable y a la vez casi imperceptible paso del tiempo en la película. En un ejercicio extremadamente homogéneo (que contrasta con la heterogeneidad de Bonello) Chiha dibuja el discurrir de las generaciones (junto con sus eventos históricos fuera de campo) desde dentro de esta cápsula en la que no hay posibilidad de escape, donde las almas vagan y danzan sin fin. Aquí, sin desechar el motivo postromántico que emana de Henry James (y que la “hiperactualidad” de la obra de Bonello lleva a intercambiar los roles de género, tanto sexuales como narrativos, con respecto a la trama del escritor estadounidense), también se despliega, de manera más sutil, la idea de una sociedad que posiciona al individuo en la imposibilidad de amar, y que lo esclaviza hasta hacerlo desear más su propio aislamiento que la posibilidad del romance o la entrega, deshumanizando, aún más si cabe, a esta reunión de fantasmas.
La banda sonora de ambas, de suma importancia, realizan el mismo ejercicio, tanto en su composición como en su montaje. Mientras que en Bonello la mixtura musical es extrema (de la música clásica puede volantear al rap) o la estridencia se conforma como un elemento formal más, en Chiha el discurrir de la banda de sonido se canaliza en su música de manera armónica, lineal, transitando de la música disco de los ochenta a una evolución temporal hasta el techno del nuevo siglo.
La bestia y La bestia en la jungla son películas, como también lo fuese la novela, de cualidades enigmáticas, incompletas y con posibilidad a multitud de relecturas, por lo que el terreno para que el espectador las rellene es vasto, y a su vez, parte de la atracción que emana de ambas. Lo distópico y lo onírico conforman dos de los ángulos que cierran el vértice que abrió Henry James. Pero estas tres perspectivas no conforman una figura completa y cerrada, sino que sus trazas desdeñan lo definitivo en post de un futuro abstracto al que obligatoriamente hay que volver, pues las tres obras prometen que algo sigue estando por venir. La puerta que abrió Henry James continúa estando abierta… la bestia se ha metamorfoseado, pero sigue suelta por la jungla: imposible atraparla, pero tampoco, escapar de ella.
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