Mario C. Gentil / 09.12.2022
La película española (de habla inglesa) dirigida por Rodrigo Cortés, situada en el miserable gueto de Varsovia en 1942, es una película completa, que consigue lo que pretende y que tiene pulso de principio a fin.
Me ha venido a la memoria, así de primeras, películas como Vania en la calle 32 (1994), La venus de las pieles (2013) o Bird Man (2014). Comparte con ellas lo que acostumbran estas películas que se desarrollan en una ambientación teatral: un desarrollo a tiempo real, y un constante y acertado uso del plano secuencia, que nos transporta a la esencia del teatro por la necesaria medida de la puesta en escena, y el constante movimiento o la salida y entrada de personajes. Si bien sirven también estos largos planos para unir los tres lugares espaciales en los que se divide la película (escenario, bastidores y exterior), donde de uno a otro cambia la vida.
Son especialmente estos dos recursos (el tiempo real y el plano secuencia) los que hacen que la tensión sea sostenida, aumentada si cabe por el uso violento de la cámara, los primerísimos planos y una narración bien llevada. La doble trama que se entronca, la del suspense o la supervivencia en el gueto polaco, y la amorosa, es a mi manera de ver más mantenida por los recursos de los que el director saca mucho partido, que por el desarrollo de la historia en sí. Aunque no puedo negar que ambas consiguen conmoverme y plantean dos profundas reflexiones: La primera, el dilema de qué es mejor, si amar o ser amado (y no planteado desde un punto de vista de conveniencia, sino desde la salud moral), y el alcance del amor en una situación límite como la que aquí se vive.
La segunda, es que, en estados de miseria donde la existencia es terrible y casi insoportable, no hay nada que reconforte más, casi lo único que puede mantenernos con vida, que un aplauso, un reconocimiento por hacer aquello que amamos, y el compromiso que adquirimos con ello y con las personas que lo consumen, y a las que por algunos minutos hacemos olvidar sus problemas. Es por lo tanto un patente homenaje al mundo del teatro, en una de tantas y nunca suficientes historias de la infame invasión alemana, y más cuando está basada en una historia real.
Se inserta a veces el musical dentro de la obra de teatro, haciendo a su vez un juego de doble sentido con la historia fuera de escena. Por cierto, que la simultaneidad de ambas tramas situadas en una escena teatral me trae también reminiscencias de ¡Ay, Carmela! (1990) que a buen seguro influyó directa o indirectamente al director.
La producción es de altísima calidad, pues la ambientación destaca por su excelente cuidado, así como su vestuario. Las actuaciones van a la par del ritmo que el director le imprime a la obra, estando en todo momento a la altura, especialmente Clara Rugaard. Y la música de Víctor Reyes, es bonita y le da el tono que la película necesita.
Buen año está siendo el del cine español.