Mario C. Gentil / 26.03.2022
A pleno sol es una de las obras icónicas del Cine Polar, este subgénero francés del cine policíaco y que bebe del cine negro hollywoodiense, pero con sus propios rasgos, y que tiene en Rififi (1955) y en las películas de Jean-Pierre Melville o Jackes Becker sus mejores exponentes.
Dirigida por René Clément, del que hace escasos días reseñamos Los juegos prohibidos (1952), nos legó aquí un clásico film noir, con su constante intriga y una construcción de historia bastante bien elaborada, pero con una complejidad psicológica de personajes que supera a muchas de las de las películas del cine negro estadounidense.
Además, se distingue también de su gran referente por utilizar una bellísima paleta de colores mediterránea, con una fotografía de Henri Decaë, con exteriores en los que veo desde la pintura paisajista del Canaletto, hasta el luminismo de Sorolla, donde tanto los reflejos como las calidades corporales deleitan a la vista. Y también hay interiores a veces de cierta influencia impresionista. Lo cierto es que la fotografía de colores planos, pero suavemente combinados, es excelsa, y una de las cosas que quedarán grabadas en tu memoria cuando pase el tiempo.
La escritura es también sobresaliente, como cabe esperar del género, y más si proviene de una novela de Patricia Highsmith, que el propio René Clément, junto con Paul Gégauff, adaptan. Posee una incesante sucesión de momentos intrigantes, donde aunque uno se espera cosas que pueden pasar, nunca ocurren exactamente como uno las creía, pese a que el fatalismo pulula permanentemente por encima del protagonista.
Personaje al que no podremos tampoco olvidar en muchísimo tiempo, pues es nada más y nada menos que Alain Delon en su plena lozanía y potencia cinematográfica, con esa presencia que pocos han tenido en la historia del cine, y con una de las miradas más expresivas que ha dado el séptimo arte. Es imposible una vez vista la actuación de Delon, imaginarse esta película con cualquier otro actor y que tenga el mismo resultado.
El personaje que encarna, Tom Ripley, es ambiguo: frío, calculador y a la vez sentimental. Un personaje que quiere todo, absolutamente todo, desde dinero o el amor de la chica, hasta intentar suplantar la vida de otra persona. Y si no obtiene todo no le vale nada. Además, no es el típico protagonista perfecto del cine negro, sino un joven al que de diferentes formas desprecian y minimizan.
Philippe Greenlife (Maurice Ronet) y Marge Duval (Marie Laforêt) son los dos personajes de este triángulo, en el que Tom Ripley es el sujetavelas que intenta subsistir con las migajas que Philippe le va soltando. A partir de ahí se moverá la trama de la historia, que por cierto se ambienta en Italia, entre las ciudades de Roma, Nápoles, Mongibello (la isla de Isquia) y el mar que hay entre ellas.
No se puede no hacer mención tampoco a la música, que para el clima y localización de la película no se podía contar con un compositor mejor, pues es el mismísimo Nino Rota el que compone una banda sonora que termina de redondear el acabado tan conseguido que tiene esta cinta.
1960 fue un año de obras colosales en el historia del cine: Psicosis, El apartamento, Espartaco, La evasión, Río salvaje, El manantial y la doncella, El fotógrafo del pánico, La dolce vita, El sargento negro, Los canallas duermen en paz, La aventura, Un extraño en mi vida, Al final de la escapada, Todos a casa, Cuando una mujer sube una escalera, Los siete magníficos, Otoño tardío, El cochecito, Dos mujeres… entre esta ristra de grandísimos títulos, y de los cuales dejo fuera varios para no extenderme más, A pleno sol es una más en esa rebosante cantidad de genialidades cinematográficas que por aquella época se parían, donde el cine clásico empezaba a morir, pero con un deslumbrante final.