Mario C. Gentil / 27.04.2023
Es ya significativa e influyente la ola de directoras españolas que encarnan una nueva mirada (Carla Simón, Clara Roquet, Alauda Ruiz de Azúa, Pilar Palomero, Belén Funes, Elena López Riera, Arantxa Echevarria, Carlota Pereda, Rocío Mesa, etc.). Anteriormente, esta mirada se localizaba a cuenta gotas y desatendida, pero, tras el histórico 2022 de nuestra cinematografía, se encuentra definitivamente consagrada (así lo acredita también la constante presencia en festivales internacionales). Estas cineastas, que acaban convergiendo en diferentes puntos, realizan un cine feminista, rural y localista. Cintas corales que se construyen en la familia, pero que parten de la mirada de los más jóvenes. Obras que apuntan al pasado sin dejar de proyectarse al futuro, y que tienen en el presente la más actual de las vigencias, tanto en temáticas como en sensibilidad. Una generación que se hidrata de la obra de Alice Rohrwacher y Cèline Sciamma como sus más cercanos referentes europeos, y que resuena, en su eco más lejano, a Agnes Varda. Esta superficie de homogeneidad naturalista no es sino un punto de partida desde el que cada creadora explora, movidas por sus particulares experiencias y motivaciones, a realizar películas con una impronta propia y genuina.
A esta generación se suma ahora la cineasta alavesa Estíbaliz Urresola Solaguren con su ópera prima 20.000 especies de abejas. Participante en la Sección Oficial del Festival de Berlín, y ganadora de la Biznaga de Oro en el Festival de Málaga, la cinta vasca supone la incursión de estas nuevas miradas en la búsqueda de la identidad de género desde la niñez. Inspirada por el trágico suicidio del joven trans Ekai en 2018, Urresola traza un guion redondo y sin fisuras en el que sitúa en el centro a una niña trans durante su despertar identitario. Resuenan aquí dos cintas importantes de la década pasada: Tomboy (Céline Sciamma, 2011, Francia) y El país de las maravillas (Le meraviglie, Alice Rohrwacher, 2014, Italia), la primera por su temática, la segunda por su ambientación y tono. Pero, como ya lo haría hace menos de un año L’immensità (Emanuele Crialese, Italia, 2022) parte de un binomio madre-hija para tratar esta problemática no como algo aislado o individual, sino como un proceso que involucra a todo un entorno familiar. Sofía Otero y Patricia López Arnaiz se meten en las carnes de dos personajes que miran hacia adentro, que se baten en una lucha interna: la primera contra la incomprensión y la necesidad; la segunda, que hace de madre, en trámites de divorcio, y transitando por un proceso de replanteamiento existencial que se ve agudizado con la vuelta al pueblo y la incipiente reformulación identitaria de su hija. Unos procesos que pese a las dificultades que atañen, nos llegan con un tono de fondo candoroso y esperanzador, en lo que resultan las propias formas de la película un ejemplo de cómo crear un clima propicio para la tolerancia y la reconstrucción, más allá del propio argumento concreto, aplicable a situaciones análogas en la vida.
La cinta está plagada de elementos simbólicos que ayudan a conformar la identidad en transformación de la protagonista, así como su situación en el entorno: la colmena como metáfora de la estructura familiar; la cera como elemento maleable; la modelación corporal que posibilita el arte de la escultura; la transmutación del concepto de fe tradicional y cristiano a la absoluta certeza que experimentan en la actualidad muchos individuos con sus identidades de género (sin olvidar lo atemporal y universal que siempre ha sido esta necesidad, para lo que el concepto de fe adquiere todavía mayor acierto); o la identificación con Santa Lucía, que también supone una transformación y sincretismo del imaginario católico. Otro de los elementos simbólicos lo observamos en una escena en la que Coco (nombre neutro que por unos momentos acepta la pequeña) juega con su nueva amiga del pueblo, en el que ambas juntan las cabezas mientras observan a una lagartija, y con la inclinación de las cabezas se deslizan los cabellos ocultando las caras, en la que la disposición simétrica elimina las diferencias, con una imagen que irradia el sentimiento de igualdad. La escena se culmina con el corte del rabo de la lagartija, mientras las niñas ríen, en lo que supone una clarividente referencia al cambio de sexo. Esta escena tendrá su pareja en otra secuencia posterior, en la que ambas niñas se disponen a darse un baño, y en la que ambas se intercambian sus bañadores revelándose entre ellas sus genitales, a lo que la chica cisgénero responde con la más absoluta de las tolerancias inmanentes a los niños no contaminados por la adultez. En ella los primeros planos de los rostros dejan paso a un plano general a sus espaldas, mientras se sumergen en el agua, en la que la simetría de las figuras vuelve a configurar una composición con este mensaje igualitario.
Probablemente, la mayor de las genialidades de 20.000 especies de abejas es el paulatino arrastre de Coco a su familia hacia un proceso de deconstrucción y reconstrucción. En una emocional escena en la que buscan a la pequeña, unos gritan «Aitor», otros «Lucía», donde se nos definen las etapas y sensibilidades de los diferentes miembros. Pero los perdidos son casi todos ellos, ella ya se ha encontrado a sí misma. La potencia del discurso pone en evidencia que quien debe guiar es la familia, pero también que está en marcha un proceso que la sociedad, en su seno familiar, tiene que corregir, pulir y trabajar. El tránsito de Lucía es una lección al mundo, y a su vez, supone el bautismo de Urresola como una interesantísima directora.
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