Mario C. Gentil / 06.08.2024
Perdone, lector y lectora, el largo introito, pero un breve repaso al panorama político occidental se antoja necesario: el alzamiento neofascista es ya una realidad palpable. En Europa triunfan, en mayor o menor medida, los partidos de extrema derecha a los que se les ha dado espacio bajo vestiduras demócratas: en nuestro país, Abascal aúna a un gran número de seguidores (son la tercera fuerza política española) para los que la derecha criminal del Partido Popular (partido con más número de imputados en un país democrático en la historia) se queda corta por su necesidad de transigir a ciertas corrientes, y su obligada adaptación (burda y traicionera) a los nuevos tiempos que tan poco gusta a las mentes con sed de exageradas demostraciones chovinistas, xenófobas, machistas y racistas. La situación es incluso más radical en toda Europa: la fascista Meloni ganó las elecciones de 2022 y es la actual presidenta italiana. En Hungría, Orbán fue de los primeros presidentes de esta nueva ola de extrema derecha en llegar al poder. El partido Amanecer dorado, en Grecia, fue el primer modelo de prueba de todos los anteriormente mencionados. En Francia, en el pasado mes de junio, en la segunda vuelta de las elecciones estatales, una masiva y casi milagrosa movilización de la izquierda consiguió parar a Le Pen, favorita en todas las encuestas, y que ha conseguido unificar una extrema derecha bastante sólida en un país que siempre, en su contemporaneidad, ha presumido de tener una de las poblaciones occidentales más reacias a los preceptos fascistas. Inglaterra sufre ahora mismo otro pico de racismo, donde los bulos, la intolerancia y la ira mal gestionada por redes sociales ha creado un caldo de cultivo que está moviendo a grupos de extrema derecha a realizar persecuciones sobre gente musulmana. Finalmente, Alemania, responsable del mayor acto de barbarie en tiempos modernos, pero a la que la vergüenza y el trauma que la propia nación arrastraba le hacía ser la más precavida y reaccionaria a cualquier resurrección del nazismo, ha acabado sucumbiendo: las manifestaciones y los gestos pronazis ya son sensiblemente tolerados, y la careta de estado en deuda con la humanidad hace tiempo que se la quitó. La represión policial a las protestas antifascistas o, por ejemplo, propalestinas, son un ejemplo triste y amenazante de que el lobo no es que venga, es que ya anda entre nosotros.
Lo mismo ocurre en todo occidente: Milei triunfó, a pesar de los aires “payasísticos”, en las elecciones de 2023 en Argentina. En Brasil tuvo su plaza el exmilitar de extrema derecha Jair Bolsonaro, durante su mandato como presidente de 2019 a 2022. La ultraconservadora María Corina Machado se presenta como la alternativa a la dictadura de Maduro en Venezuela, con la consiguiente entrada de EEUU en otro país más al que explotar sus recursos y sangrar mediante la salida del capital hacia inversores extranjeros. Y hablo de occidente en estos países de América Latina porque su occidentalización recae en su deriva y aceptación (o hurto e imposición, desde el prisma que quiera mirarse) de poderes de extrema derecha bajo el control estadounidense. Precisamente en el país de las barras y las estrellas, Trump, que durante cuatro años fue símbolo de esta deriva fascista del ya si cabe extremismo del Partido Republicano estadounidense, vuelve a postularse para la presidencia con posibilidades de alzarse vencedor. Y si viramos hacia el otro extremo de occidente (otro occidente colonizado), encontramos al mismo demonio hecho persona: Mileikowsky (alias: Benjamin Netanyahu), cabeza del mayor genocidio del siglo XXI, que el estado terrorista y sionista de Israel sigue cometiendo a diario sobre los territorios palestinos. El periodismo occidental, caído en la máxima degradación y abandonado a su instrumentación por parte del poder, dejó paso a las redes como principal canal de información. Tampoco éstas se libran de la manipulación: Meta suprime en sus redes (Facebook, Instagram) millones de publicaciones que vayan contra del ilegal Estado de Israel, y X (antigua Twitter) se ha convertido en un hervidero de fascismo y un auténtico vertedero de bulos y de odio desde que el sociópata Elon Musk la adquirió hace más de un año.
El cortometraje de Gianna Scholten proyectado en la Sección Oficial de Filmadrid, aparece en este contexto revelador (no solo para Alemania, cinta donde se produce la película, sino que puede hacerse extensible a todo occidente). El fascismo en Alemania siempre ha estado latente, nunca se ha terminado de erradicar, y, por el contrario, ahora que el trauma va desapareciendo (la gente mayor va falleciendo), es la población joven la que, sin ser consciente de su peligro, resucita el fascismo y restablece el vigor de su intolerancia. La cinta alemana contrapone elementos tradicionales alemanes, como los cuentos de hadas o el romanticismo, entorno a los que las ideas nacionalistas, desde el XIX, se construyen para dar fuerza identitaria a la nación, con un juego formal actual y disonante, que señala que la responsabilidad de la posible carga fascista de los actuales ideales no corresponde a otros sino a las nuevas generaciones, que pudiendo formar nuevos caminos, deciden caer en los mismos errores de antaño.
El asiento que las teorías conspiranoicas tienen en el país germánico se contrapone con la idea de mirar hacia otro lado, de distraerse gracias las pequeñas fuentes de entretenimiento, aquí simbolizadas bajo un helado y con cómo el capitalismo consigue transformar en esterilidad las luchas que no les interesa. La cinta pone en el punto de mira a una población repleta de esas personas que no desean sentirse juzgadas, a las que no se es posible jamás cuestionar, pues ese acto de pedir responsabilidades es más invasivo y de menor categoría moral, bajo su juicio altivo, que sentirse apelados, por ejemplo, a no colaborar consumiendo productos que financian la crueldad sionista. Gente que, por el contrario, se organizan y se movilizan si el gobierno les pide que se pongan una mascarilla ante una alarma sanitaria para proteger al resto de sus compatriotas, o si sienten que el enemigo es el pobre refugiado al que se le ha dado espacio en su país. El individualismo y el egoísmo ha alcanzado niveles alarmantes, donde el ya experimentado uso de la moral es moldeable y siempre utilizado para la manipulación y el beneficio propio. El Himno a la alegría de Beethoven suena casi paródico en la cinta, pues la fuerza de su clasicismo y su mensaje se ha reconvertido y ha caído casi a niveles del ultraje. El respeto a la naturaleza (ecologismo) queda en un paraje ya casi mítico, mientras que los canales y la búsqueda de la información se abandonan mientras se deja paso a un boca a boca (o tuit a tuit) en el que la gente decide depositar toda su creencia pese a la carencia de fuentes.
Hay aquí una alarma constante, que sin embargo suena como a brindis al sol, pues de nuevo ciegos ante la ferocidad, decidimos obviar lo que resulta difícil y que nos solicita, y, sin embargo, estamos prestos para defender una falsa libertad que no tenemos, pero a la que sí aspiramos a pequeñas bocanadas cuando una notificación llega y nos posibilita el campo de actuación para liberar la dopamina de una libérrima e irresponsable respuesta. Entre imágenes y sonidos oníricos, folclóricos y surrealistas Scholten nos cuela metáforas que funcionan como un reverso tenebroso de Hansel y Gretel, en el que el futuro, pese al tenebroso pasado, se vislumbraba esperanzador. Aquí la reelaboración del cuento narra que en la actualidad a Alemania le crecen los enanos, y el invierno ha llegado y la muerte viene con él.