Clara Tejerina / 12.10.2023
La última cinta de Víctor Erice está cargada de melancolía. La memoria, el recuerdo, la ausencia, las relaciones paterno filiales, la soledad, el paso del tiempo o la pérdida de la inocencia son algunos de los temas recurrentes en sus películas. Pero aquí hace un ejercicio metacinematográfico y lo lleva a su propia trayectoria. Los ecos del pasado se encuentran presentes en cada uno de sus cortes: la mirada del adiós (La promesa de Shangai), las fotografías dentro de la caja de latón (El sur), el cine del pueblo (El espíritu de la colmena), la caja de membrillos (El sol del membrillo), la voz en off de Erice para dar paso a un frame congelado (La morte rouge), Ana Torrent con sus palabras “soy Ana” (nada más que añadir a esta última aportación). Además de otras referencias presentes como el encuentro con la guitarra y la canción de Río Bravo (Howard Hawks, 1959). Toda la película está narrada con esa dualidad que muestra la estatua del dios Jano al comienzo y al final del film. No es banal que cuando Miguel Garay se encuentra con Ana este le diga “este lugar está lleno de viejos”, pues pone el énfasis en este estado crepuscular, donde la melancolía y el paso del tiempo se hacen protagonistas.
Erice le dedica esta carta de amor al cine y hace su redención personal, ya no solo de su filmografía, sino como reclamo en la forma de su visionado. El mismo Erice ha declarado en varias ocasiones que el cine ha de ser visto como acto conjunto compartido. En “Cerrar los ojos”, cuando todo está perdido y la película se va a reproducir de cualquier manera en la televisión, Miguel Garay recupera este sentido original de ver películas y le da un aire casi religioso, la sala de cine como iglesia. Max, que como montador y guardián del mundo fílmico, declara que es practicante pero no creyente, o la mención de Dreyer en el tramo final hacen eco de esto. Esta secuencia parece estar hecha para recuperar la fe, o al menos intentarlo, y dar pie a que suceda el milagro. Garay, como si de un director de orquesta se tratase, maneja a los espectadores para crear la magia y dar a la película su oportunidad para conseguir ese elemento transformador que solo consigue el cine.
Empieza y acaba con “la mirada del adiós”, un título que ya evoca un final, una despedida. En esta ficción dentro de la ficción, Mr. Levi pide que le traigan a su hija para que le dedique una última mirada y Mr.Franch, al igual que haría John Wayne en Centauros del desierto (John Ford, 1956), acepta el reto. En la película, Gardel será el que recibe esa mirada también por parte de su hija. Y es en la mirada donde la película busca y encuentra su alma y su resonancia fílmica con la escena con la que empezó todo, con ese momento único e inocente de Ana Torrent mirando por primera vez las imágenes proyectadas en El espíritu de la colmena (1973). Esta resonancia es el broche que aporta la circularidad y crepuscularidad final a la historia. Cincuenta años después, la misma mirada se somete a la luz y a la pantalla, pero ahora esta es diferente. A través de ella, los unos y los otros se pierden, se encuentran, buscan cobijo y reconciliación en este medio que ha unido todo desde el principio. Una búsqueda de la luz, elemento imprescindible en el cine de Erice. A través de ella, pinta sus encuadres y secuencias y encuentra aquí, en la sala de cine, su esencia más pura y básica, esa búsqueda del claroscuro que enfrenta la luz y oscuridad del proyector y la sala de cine mientras dibuja las miradas. Y, en medio de esta secuencia, la ruptura de la cuarta pared con Miguel Garay, el alter ego del propio Erice, que mira directamente al espectador. Sin embargo, la película no acaba con la mirada Garay/Erice, sino que vuelve a ceder el protagonismo a su personaje, Julio Arenas (José Coronado), a través del cual muestra este tríptico que es la cinta. Una película dentro de una película contada por otra película, tríptico representado por el personaje Mr. Franch, Julio Arenas y Gardel, que alcanza las tres realidades.
Trasciende los tiempos e impacta con el espectador hasta la actualidad, a la sala del cine donde se está proyectando la obra. Une las diversas ficciones y la realidad a través del sonido de ese proyector, que se mantiene durante unos segundos cuando la pantalla ya ha tornado al negro. El paso del tiempo resumido en una última secuencia, la última mirada, la mirada del adiós, y Miguel Garay/Víctor Erice mirando desde ese punto intermedio, mirando hacia el pasado, dentro de la película y mirando hacia el futuro, fuera de ella. Una película llena de referencias y una suerte de redención ante esas obras inacabadas e interrumpidas. Erice parece deshacerse aquí de los fantasmas del pasado para dar el cierre a su filmografía, una filmografía corta pero precisa y perfecta.
Aquí he de hacer alusión a un elemento único para algunos espectadores que rima con el propio final de la cinta. Y es la gala donde Victor Erice recibe el premio Donostia en el teatro Victoria Eugenia. Pues es en este momento, cuando aún no se ha proyectado la película, donde la magia que después veríamos en las imágenes empieza a tomar forma. El premio lo entrega Ana Torrent. En el escenario, antes del discurso que dará ella, se proyectan las imágenes sobre la carrera de Erice. Es aquí cuando Ana se hace a un lado para, como espectadora también, poder disfrutar de estas imágenes. Al igual que cuando, en “Cerrar los ojos” la misma actriz pronuncia las palabras “soy Ana”. En esa sala pudimos vivir la simbología de ese mismo momento de forma efímera y física, donde las miradas de las dos Anas se encuentran a través de la pantalla. Todos estos años quedan relegados a unos metros de distancia que separan sus miradas, y esos ojos profundos de la niña y la adulta se encuentran por medio del cine para dar paso a Victor Erice. La magia de cincuenta años resumida en una mirada. Un momento único que merece la pena ser recordado.
Gracias Victor por regalarnos tu mirada.
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