Mario C. Gentil / 02.01.2022
Alentado por el reciente estreno del remake de Spielberg, he visionado uno de los pocos grandes clásicos que me quedaban por ver del cine estadounidense. Hay películas que de tanto escuchar, de tanto tiempo tenerla pendiente, o de tanta expectación creada por uno mismo, acaban decepcionando. West Side Story ha sido todo lo contrario, la prueba de que lo que alcanza la categoría de clásico no es por capricho, sino que se lo gana por derecho.
La obra cinematográfica fue dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins, basada en el musical del propio Jerome Robbins, que fue escrito por Arthur Laurens, el cual también colabora en el guion junto a Ernest Lehman. La música fue compuesta por Leonard Berstein y la letra por Stephen Sonhheim.
La cinta, desde su maravilloso número musical de arranque, pasa por delante de nuestros ojos como un torbellino durante su primera hora, y el espectador, al menos el que les habla, queda prendado de esa conjunción de movimientos, de composiciones espaciales y cromáticas muy equilibradas, con la coreografía, la puesta en escena, y una historia con una presentación de lugar y personajes de un buen gusto incuestionable.
El musical se inserta en una versión de Romeo y Julieta situada en el Manhattan de finales de los 50, donde la problemática familiar shakesperiana es sustituida por la lucha racial entre dos bandos de jóvenes pandilleros del West Side. Los temas son los mismos: la intolerancia, la tradición cultural, la rivalidad, o el amor romántico, pero adaptados a una crítica a la intolerancia racial de los Estados Unidos.
La película consigue con la mayor de las elegancias, gracias a un casi perfecto uso de la metáfora musical, presentar claramente temas tan duros como la violencia, el racismo, la precariedad social o la corrupción policial. Y entre toda esa temática oscura convertida en belleza, dos rosas, Tony y María, que florecen sin necesidad de más de tres escenas, y que nada tienen que envidiar al romance por excelencia de la literatura universal.
Tampoco quiero dejar pasar un comentario sobre el personaje de Anita, que es más rico, complejo y humano de lo que pueda parecer. A su vez la mencionada crítica está bien repartida, y si hoy en día me llega (también por tener una modernidad avanzada a su tiempo), entiendo que más fuerza debió tener en la década de los 60. Esta crítica, tan balanceada con los equilibrados números musicales, hacen del filme una obra muy redonda, y a la que poco le sobra o le falta.
La película se desarrolla igualmente bien hasta su magnífico cierre, en el que la escena final quedará indeleble en las retinas de los espectadores. Pero si hablamos de ojos, no había probablemente en el año 1961 en los Estados Unidos de América unos más grandes y expresivos que los de Natalie Wood, que albergan desde la inocencia a la más sincera entrega, y que aquel mismo año haría otra grandísima obra en la que incluso su actuación sería más portentosa que esta: Esplendor en la hierba. Richard Beymer la complementa correctamente, aunque su recuerdo quede más por su presencia que por una primorosa actuación.
A todo esto, hay que señalar que, como todo gran musical de la historia del cine que se precie, deja varios hits para la memoria cinematográfica, de una música atractiva y una letra con peso. Y también apuntar varias escenas que poseen una gracia artística que alcanzan la genialidad, como por ejemplo la escena de la tienda y los maniquíes.
Tenía ganas de agarrar alguna película clásica aún no vista por mí, sin ninguna influencia previa, para poder comentarla en la web, y creo que no podía haber una mejor. No sé si la de Spielberg roza en algún momento la calidad de esta, cuando la vea lo compartiré, pero está harto complicado.