Mario C. Gentil / 13.02.2023
Una familia de San José (Costa Rica) se ha roto por la mitad tras el divorcio de los padres. Esta fractura nos es narrada desde la mirada de la hija mayor de dieciséis años, Eva (Daniela Marín Navarro), que en un momento dado de la película se sienta al lado de su padre (Reinaldo Amien), al que atienden en una camilla del hospital tras realizarse un corte accidental. La cámara pretende enfocarle a ella, pero con el giro de una silla que rota sobre sí misma, entra y sale del encuadre por un lateral. Este es el máximo exponente de la principal característica formal de Tengo sueños eléctricos (Valentina Maurel, Costa Rica): los personajes huyen del objetivo, rara vez aparecen centrados en el encuadre, ocupando con frecuencia posiciones cercanas a los márgenes. Son personas que quieren escapar, tanto de su entorno, como de sus propias naturalezas. La tensión y lo huidizo están omnipresentes durante todo el metraje como animales salvajes a los que les gobierna el instinto de su autodefensa.
Como complemento a estas posiciones fronterizas, hay ocasiones en los que sí aparecen los protagonistas en el centro; pero salvo excepciones, son momentos en los que la cámara los acecha, los oprime, los acorrala, con primerísimos planos, donde a veces incluso la altura se sitúa por encima de sus ojos creando una sensación de dominancia. Esta alternancia entre captura y escape se da siempre con un movimiento nervioso en el que la imagen jamás está fija, sino que persiste en una constante vacilación. Pero esta fatigosa lucha coexiste con la otra cara de los personajes, la más humana, en la que sienten una necesidad de apego, de calor, de cariño. No es sino una muy certera decisión de estilo, en esta ópera prima de la cineasta, para transmitir con el lenguaje cinematográfico el corazón de un relato en el que los personajes no encuentran otras maneras de manifestar su amor que no sean mediante la ruptura y la violencia, donde la polarización gobierna los comportamientos de todos y marca a fuego la película.
Pretendidamente por su autora, nos encontramos ante una obra incómoda de ver: desde la ya mencionada asfixia de los encuadres con el constante titubeo, o la humedad irrespirable del ambiente que transmiten los siempre sudados rostros, hasta la invasión corporal, los gritos y la constante violencia que atraviesa el umbral de lo psicológicamente asumible. Es un drama en la que las ganas de huir de los personajes traspasan el hogar; incluso, sin hacer referencia explícita a ello, también hay una pretensión de fuga nacional, al menos en lo que a la concepción de irremediable jaula representa para ellos su país; alcanzando su culmen escapista en el propio abandono de la vida, que tan lastimosamente vemos en la desoladora sonrisa y afligida mirada de ese padre que pretende que le diagnostiquen un cáncer de garganta que finalmente lo libere, de lo que en realidad es solo una leve enfermedad. Y si bien hay una evidente marca local, de retrato lugareño y cultural, la película se hace todavía más grande en lo que tiene de transmutable a las relaciones familiares que pueden darse en muchos rincones del planeta.
Premiada en Locarno (Dirección, Actriz y Actor) y San Sebastián (Premio Horizontes Latinos) Tengo sueños eléctricos se erige como una cinta a la que su necesaria aproximación pone de manifiesto el drama y sufrimiento de la inevitable existencia; a la vez que nos comunica mediante el enfrentamiento (y momentos de calma en los que incluso se acentúa esta llamada de auxilio) el desconocimiento de vías comunicativas sanas por parte de algunas familias en una región de nuestro planeta.