Mario C. Gentil / 18.02.2023
Los Fabelmans comienza con un movimiento de grúa que recoge las colas para entrar en un cine de Nueva Jersey. En el recorrido, lo que parece como una voz en off resulta ser la de un padre que le habla a su hijo temeroso ante la primera vez que acude a ver una película, en el que se detiene la cámara. Acto seguido su padre se pone a su altura, entra en el encuadre y le explica cómo funciona el cine: «son sólo fotografías pasadas muy rápido por la luz, 24 por segundo»; mientras la madre agarra al chico por los hombros atrayéndolo para sí, entra en plano agachándose igual que el padre y le dice: «las películas son sueños que nunca se te olvidan». Finalmente, la grúa reanuda el recorrido y se para en la marquesina en la que en letras gigantes se anuncia un estreno de Cecil B. DeMille del año 1952 en el que comienza la cinta de Spielberg: El mayor espectáculo del mundo.
Este plano introductorio nos resume toda la película: está perfumado con el aroma clásico del que se va a ver impregnado todo el metraje; rebela las identidades de los tres personajes; anuncia la doble mirada que puede tener el milagro del hecho fílmico (técnica y artística), así como que hace también un compendio de las virtudes del cine del propio Spielberg. La cinta supone tanto un testimonio con tintes autobiográficos como una abierta declaración de amor al arte de la cinematografía. En esta doble hélice entroncada que supone el A.D.N. del cine, tanto el dominio de los apartados técnicos como la genialidad artística están simbolizados en las figuras de sus padres: él un cerebro de la computación que trabaja para IBM, que realiza un innegable esfuerzo por su trabajo y que es solidario; ella, una mujer díscola con mucha sensibilidad y aptitud tocando el piano, algo egoísta, pero a su vez muy alentadora, comunicativa, y una persona muy incomprendida.
Desde este enfoque se puede hacer una doble lectura de la cinta: en una de ellas vemos sin obstáculos la perpetua lucha entre la practicidad y la vocación, una de las grandes elecciones vitales que todos debemos pasar y en las que el mundo se divide. En la segunda, y que supone un paso más, cómo ambas se tienen que dar en el mundo del cine para que se posibilite. Esto nos lleva a la mirada de Spielberg y a la senda de su propio cine, que siempre ha ido en un equilibrado balance: entre el entretenimiento que posibilita sueños, y una marca autoral con sus significados. Significados que a la vez resultan prácticos para el público en forma de moraleja, como práctica es la mágica construcción de diversas películas donde la creación fílmica es el resultado de un ingenioso andamiaje, más moderno, pero que tiene la misma esencia de Méliès. Se desliza también una bonita reflexión sobre cómo una película puede crear desde el artificio imágenes irreales que nos conmuevan, o cómo, por el contrario, el cine puede captar realidades que si no se enfocan con un objetivo pasan desapercibidas delante de nuestros ojos.
Aun con todo, podemos encuadrar Los Fabelmans en su filmografía bajo el mal utilizado tópico como “menor”; pero de esas selecciones menores nada despreciables que todo cineasta tiene y donde hay oro y sorpresas que, escondidos, se desvelan en ciertos momentos. Esta no es una cinta épica ni que alcance las cotas de su época dorada, que abrió en 1975 con Tiburón, y que cerró en 1993 con Jurassic Park y La lista de Schindler, donde E.T. (1982), La trilogía de Indiana Jones (1981, 1984, 1989) o El color púrpura (1985), entre otras, certificaron la apoteosis de Spielberg al olimpo del arte audiovisual, generando a la vez una vastísima religión de fieles. Sino que resulta una mirada a sí mismo, hacia el cine y hacia su cine. No es un canto de cisne, ni mucho menos, pero sí una obra planeada en la nostalgia. Da la sensación de que Spielberg quería dejar este volumen en la repisa del conjunto de su obra como muestra; para coleccionarla, para atesorarla, para utilizarla como álbum fotográfico al que acudir cuando los recuerdos distantes pidan paso. Asimismo, en ella, según el grado de cinefilia del espectador se reconocerán los guiños a los Lumière, a William Wellman, a John Ford… y a Steven Spielberg. Se ganó hace tiempo hacerse una película así.