Mario C. Gentil / 07.08.2023
Hace más de tres semanas se estrenó en España El regreso de las golondrinas de Li Ruijun (Yin Ru Chen Yan, 2022, China). En su país natal la cinta solo circuló durante algunos días antes de que fuera censurada su exhibición. En el nuestro, caprichosamente, es la vigente ganadora de la SEMINCI de Valladolid, festival sobre el que la censura no tiene de momento una fuerza real para actuar ya que es el alma cultural de la ciudad desde hace casi 70 años, pero sobre el que sí se han deslizado mezquinos y malintencionados “consejos” para encaminarlo a una programación sin ideologías. En estos tiempos de regresión intelectual (un minuto de silencio por el Festival de Cine Europeo de Sevilla) en los que la represión cuasi perenne de China converge con el retroceso cultural español se sitúa la película. Una cinta que en sus múltiples sutilezas revela muchas cosas, pero que irradia una honestidad y coherencia antagónicas al devenir de la actualidad, lo que lo convierte en un valiente acto de resistencia.
Obviamente poco importará a los gobiernos de derecha españoles las miserias rurales chinas, por lo que no ha tenido ningún problema de exhibición más allá de su incierta rentabilidad debido a su lejanía, el desconocimiento de su director, y la competencia. Seguramente sólo el ojo ávido de cine habrá elegido esta opción ante la popularidad de Nolan o la hipermegapromocionada Barbie. Pero El regreso de las golondrinas se presenta como uno de los estrenos del verano por conjugar de manera exquisita unas formas contemplativas con una capacidad narrativa asombrosa. Los planos, por muy largos que se prolonguen, junto con sus diálogos, por muy parcos que se presenten, construyen pacientemente, y a su vez, de forma fluida, una historia donde se incita a que la mirada germine poco a poco en compromiso, así como ocurre paralelamente entre sus dos protagonistas. Cao y Ma se casan en matrimonio concertado por sus familias, que quieren quitárselos de encima. Ellos dos emprenden una nueva vida sumidos en la pobreza de ambos y del entorno, donde la aceptación positiva de esta antigua costumbre traumática acaba derivando en un amor por cotidianidad, por conocimiento, respeto y cuidados, a la postre, de unos cimientos más sólidos que muchos amores románticos. Ruijun consigue hacer nacer una flor del estiércol, envolviendo la denuncia en lírica belleza.
En interiores color tierra de curiosa semejanza a las sagradas familias “murillescas”, y exteriores trigales de Millet (perdonen la doble referencia occidental), en cada labor cotidiana se produce un acercamiento, un avance que la cámara, generalmente fija, o a veces con sutiles movimientos de acompañamiento, recoge con su poder desvelador. “Solo tienes que poner interés en las cosas, mirar su belleza. Después de todo, todo es bonito” decía Anna Karina en Vivir su vida (Jean-Luc Godard, 1962, Francia). Algo parecido opera aquí entre churretones, barro, utensilios y paredes de adobe. O en una variedad de lugares en los que los personajes se sientan, y donde los actores, con fenomenal química, demuestran los mayores gestos de amor en los cuidados mutuos.
Sin embargo, hay también lugar para pinceladas simbólicas en esta obra realista. El abandono de lo rural por el gobierno, el acecho de la modernidad capitalista y el abrazo a los modos de vida tradicionales irrumpen a veces en reflexivas metáforas como el regreso de las golondrinas a su nido, la constante donación de sangre o la irrupción de un inmaculado coche blanco casi de concesionario, amenazante y exótico en el poblado, que actúa de igual forma que en Pacifiction (Albert Serra, 2022).
Pero es en la cadencia del ritmo, la rotundidad y hondura de los planos, casi sacados de proverbios chinos, donde se compone una obra en la que brota tanto una verdad local, como la personalidad de su cineasta. Es en esta actitud moral donde la fuerte crítica local trasciende a lo universal. En esa decisión de hacer un cine que brote del corazón, que se enfrente a gobiernos y dinámicas de la industria, y que sea totalmente coherente en forma con lo que su propio argumento y personajes denuncian. No se sabe si Li Ruijun debe un gallo al Asclepio de turno de su localidad, pero su cine, con la honestidad que demuestra por el momento, no le adeuda nada a nadie.