Mario C. Gentil / 07.12.2022
En la sección Las Nuevas Olas del Festival de Sevilla fue programada, probablemente, la película animalista del año (Premio del Jurado en Cannes), y puede que en lo que llevamos de siglo. Dirigida por el longevo cineasta polaco Jerzy Skolimowski, EO es una cinta que tiene en la empatía (marcada por la mirada desde la que se nos cuenta), en el sincero cariño con el que se nos expone, e incluso en su originalidad, sus grandes méritos.
Si bien es cierto que, desde El asno de oro de Apuleyo, pasando por Cervantes y su relato El coloquio de los perros, hasta la cinta de Bresson Al azar de Baltasar (Au hasard Balthazar, 1966, Francia), obra con la que comparte muchísimas conexiones, y claramente inspiradora de la que toca hablar, el ser humano ha creado obras artísticas en las que se ha puesto en el punto de vista del animal. En todas ellas hay un afán animalista, pero también se sirven como vías para hacer analogía de la sociedad, una prosopopeya de los comportamientos y la condición humana (Esopo), o un paralelismo entre las especies. Esto llega al punto más polarizado con la novela de Orwell Evasión en la granja, donde el animalismo desaparece convirtiéndose en una personificación exclusivamente como herramienta para el argumento político. A medio camino entre ésta y las primeras obras citadas se situaría todo el imaginario de Disney, y ya mucho más cercano estaría el cine de Miyazaki. Un puente entre Bresson y EO, sería el cortometraje El caballo de barro (Husan al-Tin, Atteyat Al-Abnoudy, 1971, Egipto), donde el punto de vista del équido es el único centro de la película. En este amplio mapa, del que se quedan por cuestión de espacio y tiempo muchísimas obras artísticas fuera, EO se erige sin duda como la más actual.
Con la utilización del formato de 1:50.1, que angosta la mirada (el campo de visión y la capacidad de entendimiento), situándonos la cámara a la altura de la cabeza del asno, con especial atención a sus ojos, con la utilización recurrente del plano subjetivo, y también del foco selectivo, Skolimowski nos introduce en la perspectiva de EO, en un azaroso camino (de nuevo citar la conexión con Bresson), en el que no lo abandonamos nunca, y donde vemos la crueldad (y las contadas dosis de bondad) con las que los humanos tratan a la criatura. Consigue transmitirnos la ternura de un niño, su desconcierto ante lo que le rodea, el miedo de lo que ve y no puede entender, su incapacidad para comunicarse. Esa transmisión es tal que la película tiene un aroma de realismo social bressoniano (disculpen la reiteración de la cita) similar al que podemos ver protagonizado en cualquier drama humano. Esta igualdad que consigue comunicar el filme, por contraste con el maltrato recibido, y la predestinada vida que le toca por nacer siendo asno, es a la vez de una potentísima denuncia, un bello (y duro) alegato animalista. Y es que, en más de cien años, desde la escritura de Platero y yo, y quizás con la salvedad de Baltasar, no se ha retratado con mayor amor y dignidad a un burro que hasta la historia de EO.