Mario C. Gentil / 06.04.2023
We Are Who We Are (2020, Italia) parte de una temática que el director italiano aborda varias veces en su filmografía (desde puntos de partida totalmente diversos), y donde el cineasta se encuentra como pez en el agua: el descubrimiento de la identidad sexual. Buen ejemplo de ello son Melissa P. (2005, Italia), Call Me By Your Name (2017, Italia) o, incluso, Hasta los huesos (Bones and All, 2022, Italia). Pero el retrato adolescente que aquí propone Guadagnino desborda los lindes de la sexualidad, y lo que en un primer (y último término) es el núcleo del contenido, se expande y diversifica para acabar, gracias a la esencia coral del relato, tocando al mismo tiempo otra serie de temas universales y capitales (la amistad, la religión, la muerte, la identidad, el feminismo o la política).
Esta zona de seguridad de la que parte Guadagnino (el despertar de la identidad sexual) le permite a su vez jugar con las formas, explorar los recursos audiovisuales. Utiliza elementos puntuales que no repetirá más durante la serie, pero que, como un adolescente, maniobra a su antojo. De ahí, por ejemplo (entre muchos que podría citar), el zoom en retroceso de un steadicam con un teleobjetivo que enfoca a Fraser, que a su vez mira a la pantalla tras sufrir un shock visual (también con impacto personal interior), en un plano cortísimo de tiempo, tras ver por primera vez a un soldado desnudo del que se enamorará. De estos pequeños “insertos” formales algo extravagantes se viste continuamente la cinta, resultando en un proceso de probatura de las herramientas muy alejado de una posible lectura de egocentrismo estilístico, o de un simple ejercicio de querer llamar la atención. Si así lo parece, la justificación está en que los personajes lo demandan: las formas se supeditan a ellos. Por esta razón, aquellas se someten a estas naturalezas, el contenido queda a veces indeterminado, pretendidamente inacabado: la serie está en un permanente estado de investigación de sí misma. Se expone así la continua búsqueda de identidad que sufren sus personajes (de género, nacional, religiosa, etc.), de gente que vive en bases militares, en continuo trasiego, sin poder echar raíces, más que en los lazos personales que establezcan entre ellos, aun a sabiendas de que no será para siempre, pero con los que quizás sí avancen en lo que suponga un camino definitivo en sus propias vidas, a modo de introspección. Así es que la cinta no explicita la dirección de estos lazos personales: la incertidumbre reina en todos ellos.
El mayor logro se alcanza con el proceso de inversión de Cait. Tras un camino de búsqueda de identidad de varios meses transcurridos durante los ocho capítulos, en los que el personaje, con diferentes personas, explora las orillas de su identidad y su sexualidad, completa su recorrido, el de la inversión y reafirmación de su identidad gracias a una persona que, después de besarla, y desde el total respeto físico y comunicativo (y también desde la duda), le pregunta: “eres transgénero ¿verdad?, ¿FTM? ¿no se llama así?” Tras ese último trance, la cámara abre paso a Caitlin por la discoteca, se va hasta arriba de la sala para captar un plano cenital, y la sigue con la horizontalidad invertida: el proceso de conversión ha finalizado. Frente a un espejo, todavía con el plano invertido, se reconoce y sonríe. Pero pese a ello, la cinta no afirma con certeza en su epílogo una direccionalidad única y definitiva en su orientación sexual: va en un tren de vuelta a casa, pero de nuevo, se ve impulsada a bajar… Culminando así la serie con la indefinición que la caracteriza, y retratando con imágenes algo tan difícil de aprehender.
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