Mario C. Gentil / 22.03.2022
Los juegos prohibidos fue, probablemente, la gran obra maestra del cineasta francés René Clément, con la que ganaría el León de Oro del Festival de Venecia en la edición de 1952, y que se alzaría con algunos premios internacionales más. El director de otras grandes obras como Gervaise (1956) o A pleno sol (1960), materializaría con esta pieza una de mejores muestras cinematográficas del realismo francés, y que lo podemos emparentar con otros autores galos que participarían de este estilo como Jean Renoir o Robert Bresson.
Es una cinta basada en la novela de François Boyer, y que adaptan al cine el propio autor literario junto a Jean Aurenche, Pierre Bost, y el director René Clément.
La sinopsis que daré será escuetísima: un grupo de personas exiliadas huyen de París en pleno bombardeo de la Segunda Guerra mundial, y mientras van por la carretera, ya en un entorno rural, a la altura de un puente, una niña sigue a su perro que se ha asustado por el sonido de las bombas.
Esta película, a parte de una denuncia a la guerra, nos pinta un retrato social, pero, sobre todo, nos contrapone todo esto con la bondad, la inocencia, la pureza, y la genial manera que tienen los niños de montar sus mundos y ser consecuentes, fieles y dedicados con sus creaciones. Se tratarán además temas tan principales como la amistad, la muerte o la infancia truncada.
La cinta deslumbra por la delicadeza de las imágenes, por la poética que envuelve la gran mayoría de sus planos, y pese a todo ello es una película muy dura, verdadera y realista. El filme no tiene un solo encuadre que no merezca por sí mismo ser visto. Y desde el inicio, (donde quizás en sus primeros segundos hay un montaje, al menos en las versiones actuales, demasiado manipulado) se aprecia que la película va a ir a la par tanto en la transmisión de sentimientos, como en el reflejo de la sociedad de una época, y en la calidad visual.
La ternura de los niños, la inocencia, la belleza rural, se ve contrapuesta por la rudeza, el realismo de la condición humana y la aspereza de ciertos comportamientos que se dan en estos entornos de pobreza. Aun así, hay también un cariño por todos los personajes, pero sin entrar en una dirección que tire más a la fábula de los tipos sociales como pueden darse en otros autores como Billy Wilder o Berlanga. Aquí esta verdad es más inmediata, los personajes tienen que hacer menos para transmitir esa verdad, pues la cámara recoge todo sin pasar por algún filtro, más allá del de elegir las composiciones más evocadoras. Por lo tanto, este realismo no se da ni desde la metáfora ni desde el documental, sino desde la transmisión de verdad a través de la belleza de lo existente que la cámara ilumina, casi a modo platónico.
La fotografía (Robert Juillard) también sobresale. El manejo de la luz y la sombra es soberbio. Los exteriores luminosos son preciosos, idílicos. Mientras que los interiores poseen un contraste de luz y sombra maravillosamente iluminados, donde se observa un gran dominio del equipo técnico, al que le otorgo bastante responsabilidad en el resultado. La ambientación y la dirección artística, pese a que la película se sitúa solo 12 años antes, es también meritoria por la adecuación de cada elemento material, donde cada objeto da la sensación de estar donde tiene que estar, tienen mucha presencia y sin embargo todo resulta sinceramente natural.
La música de Narciso Yepes está bastante presente. Va acompañando la sensibilidad de las escenas y encauza de manera adecuada estos sentimientos que la cinta nos va suscitando.
Por otro lado, los niños, protagonistas de la obra (Georges Poujouly y Brigitte Fossey), quedan para la memoria del cine, dándonos una de las más bellas historias de amistad jamás narradas. La actuación de ambos y la afinidad que transmiten está a la altura del cariño con la que la cámara los captura. Y el resto del reparto también consigue estar en el mismo tono que la película, en la que no hay elementos disonantes.
Aun con todo este repertorio, el filme, como exponente del realismo que es, nos deja un poso profundísimo de tristeza, pero que se compensa con la congratulación del momento de verdad y belleza que se nos regala.