Mario C. Gentil / 03.02.2022
Largo viaje, película chilena realizada en 1967 por Patricio Kaulen, es un bonito y duro retrato social de Santiago de Chile de una época determinada: el final de los años 60 (durante el gobierno del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva). Para ello la película nos sitúa en la pequeña odisea a la que se ve empujado un niño durante un día y medio, y con las alas como elemento metafórico.
Pero para darnos esas muchas caras con las que pintarnos un magnífico retrato social, la historia se desarrolla en una suerte de historias cruzadas, que van enlazándose con numerosos encadenados, y que nos deja imágenes bellas y con carga poética.
Se nos da un constante contraste entre inocencia y mezquindad, entre bondad y maldad, entre el día y la noche, entre las creencias religiosas y los pecados paganos, entre la riqueza y la pobreza. Vemos también todos los personajes arquetipos de los estratos sociales más bajos como las prostitutas, las bandas de raterillos, los estafadores, la venta ambulante, el juego, o el transporte en coche de caballos, dejándonos algunas escenas para el recuerdo.
También nos deja retratos histórico-sociales de ceremonias tradicionales, como el interesantísimo velorio de un angelito, del que un servidor había visto ejemplo en pinturas, o había captado algo de la esencia gracias a Violeta Parra, pero que hasta el visionado de la película no había podido contemplar en qué consistía, con toda su fuerza expresiva que tiene. Pero por encima de todo, el recuerdo de un niño que queda para la memoria cinematográfica, un niño que representa a muchos otros.
Como elementos negativos, la película a mi modo de ver abusa a veces demasiado del zoom (muy de moda en aquella época del cine), que subraya en demasía ciertos momentos. Pese a que me parece acertada la utilización de las historias cruzadas, tanto para mostrarnos diferentes capas sociales y tipos de personas, como para oxigenarnos del intenso relato del protagonista, me parece que no están suficientemente profundizadas. A estas historias exentas, que no intervienen con el niño, les faltan algunos minutos.
Pero, por otro lado, hay mucho calor en la mirada del cineasta hacia algunos personajes, en los que no necesita detenerse mucho para trasmitirnos su humanidad. Las actuaciones respiran autenticidad y realismo en cada escena.
A su vez, pese a la fuerte impronta que tiene el filme de la forma de ser de una nación, cuenta cosas universales, pues la pobreza y la miseria, se manifiesta de forma parecida en todos los países. Me ha recordado, pues comparte muchos elementos con ellas, a películas de diferentes países como pueden ser La muerte de un burócrata (1966), Mouchette (1967), Los olvidados (1950), Mi tío Jacinto (1956), y muchos ejemplos del neorrealismo italiano.
Pero por encima de todas estas similitudes la película tiene un sello propio que es lo que queda en el recuerdo. Chile, su capital, su cultura y su gente a finales de los 60.