Mario C. Gentil / 20.11.2022
El Festival Rizoma, que se celebra hasta hoy día 20 en diferentes cines de Madrid, nos ha permitido ver por primera vez la faceta como director, del también actor y guionista Francesc Cuéllar. Jusqu’ici, tout va, prestrenada este año en el Atlántida Film Festival de Mallorca, es lo que últimamente se ha dado por denominarse una miniatura. Con poco más de dos actores, un enclave, un equipo reducido y tres días de rodaje, se ha armado una película que es una muestra de la potencialidad que tiene este tipo de cine, al que también hay que atender y no fijarse solo en el presupuesto.
La película es en casi la totalidad de su desarrollo una conversación a modo de Mi cena con André (Louis Maille, 1985, EE.UU.). Ahí donde estas películas fallan, esta película sale, sorprendentemente, muy viva: en su narración. La cinta escala con el paso de los minutos. Las grandes reflexiones no se superponen entre sí. La conversación pasa por diferentes niveles, tanto dramáticos como narrativos, y es orgánica en su evolución. Con el plano y el contra plano, el plano conjunto, y los perfiles, la cinta visualmente se sobra y se basta. Jusqu’ici, tout va tiene mucho de teatro en su puesta escena, pero es una obra que habla a tiempo real del metacine. De los procesos comunicativos, o, con un mayor foco, de la vulnerabilidad de la mujer en su faceta como actriz. Pero también nos muestra una imagen del director que no es la que estamos acostumbrados a los que no vivimos el cine desde el ambiente de un rodaje; la constante necesidad de lucha, el poco control que tiene con respecto a la producción, incluso la fragilidad de la persona, hacen que se desmitifique, y a la vez se humanice, la tradicional figura del cineasta-coronel. Al hilo de esto, se intuye también como el fin de la dirección vertical, y la tendencia que cada vez más han impuesto las mujeres cineastas de un cine cooperativo y horizontal; hay algo de crepuscular en la cinta española. Pero el mayor logro de Francesc Cuéllar es que todo lo que aquí se vierte puede ser transmutado a la profesión que sea, e incluso a los ambientes y círculos de actuación que cada uno tenga. La cinta traspasa el propio mundo en el que se centra, para hacer algo que toca todos, pues se da aquí un proceso vital, de madurez, que cada cual debe pasar más tarde o más temprano: saber decir no. Incluso nos impele con otros temas como las inseguridades de los caminos escogidos; la necesidad de producir para que los demonios de nuestras cabezas no comiencen a socavarnos… todo ello articulado en una conversación con cierta finura en las palabras, pero sin llegar a la ampulosidad en ningún momento. La cinta es empática y hasta cómplice con el espectador debido al naturalismo de su discusión. Y en gran medida es gracias al trabajo de actuación del propio Francesc Cuéllar y de Lola Marceli, que se complementan, que tienen una química que se ve patente; y que a su vez se ponen al servicio de la idea.
Para acabar, un epílogo que nos transporta a la parte de autoficción de la que nace todo ello: unos vídeos caseros de cuando el director era un niño a finales de los 90. En uno de ellos canta Libre de Nino Bravo, canción que se puso de nuevo de moda por un anuncio televisivo. Demuestra Francesc Cuéllar que hoy día se puede volar con poco, pero a la vez que hay que creer en la gente que demuestra, o que da signos, de que puede hacerlo. Buen debut y una grata sorpresa de una cinta que debería tener más recorrido, pues posee conexiones para todos. En lo que a mí respecta: un gran acierto de los programadores del Festival Rizoma en su decisión de proyectarla.