Mario C. Gentil / 20.12.2022
Carlos Vermut vuelve a sacudir nuestras cabezas y la cinematografía española con una cinta perturbadora, oscura, con tintes momentáneos de terror psicológico, donde se explora los interiores de personas y sus más sombríos recovecos en los que a veces se esconden monstruos, que pueden, o no, salir a la luz. Presentada en el pasado Festival de Sitges, se encuentra en estos momentos en las salas de España la película de un autor que es capaz de removernos desde la más absoluta sobriedad estilística, como ya lo hiciera con Magical Girl (2014) su mejor película hasta el estreno de Mantícora (2022).
Julián, diseñador de criaturas de videojuegos, se siente atraído por su vecino, un niño. Con la aparición en su vida de Diana, Julián intenta reprimir estos impulsos. La cinta es un prodigio en la utilización de la tensión narrativa, sin distracciones musicales ni la utilización de un agitado movimiento de cámara, basándose generalmente en una larga duración de planos sostenidos en el tiempo, y apoyándose en la mirada de un actor que no solo aguanta frente al objetivo el tiempo que haga falta (la escena desenlace es la mejor muestra de ello), sino que encarcela en sus ojos a los dos seres que luchan una batalla monumental en los avernos de su interior, pero en los que a su vez nos deja un suficiente hilo donde podamos intuir. Y es que el actor consigue con sus ojos el logro que hace Vermut con el fuera de campo o con lo que no podemos ver (a colación citar también la incomodísima escena de las gafas VR, una de las más perturbadoras del año del cine español), darnos pistas, sugerirnos para que lo que pasa por las cabezas de los personajes también pase por las nuestras. Y lo digo en plural, porque el personaje de Diana tiene también un peso y una profundidad que hace que la película no se convierta en el monólogo sensorial de un solo personaje, y donde se consigue que lo críptico se desdoble y se expanda: hay una oscura patología subyacente que aquí se complementa, pues este personaje hace que se abran los interrogantes: ¿es una guardiana de monstruos? ¿es un alma sumamente piadosa? ¿tiene algo incluso de cruel? ¿es un ser traumado? ¿es una persona atraída por lo impotente? ¿son todas esas cosas juntas? ¿no es ninguna de ellas? Las lecturas pueden multiplicarse, y eso no hace sino que la película siga viva mucho tiempo después de su visionado, y probablemente no rebaje en nada su riqueza al volver a acudir a ella.
A buen seguro, la película supone una meta alcanzada en el estímulo intuitivo a la que a veces nos reta el cine. Vermut nos noquea desde dentro de nuestras cabezas; viendo imágenes, sí, pero casi en un acto íntimo e individual como el que puede proponer las gafas de realidad virtual, o como el mismo pensamiento lleva haciendo toda la historia del ser humano produciendo fotogramas imaginarios que brotan de los más lúgubres abismos de nuestro interior. Vermut hace un retrato de un tipo de persona concreta, pero en el proceso hay algo universal que trasciende incluso el espectro del bien y del mal: el proceso en sí de pensamientos perturbadores.