Francisco J. Pacheco / 05.07.2023
El origen del mal (Sébastien Marnier, Francia, 2022) llega a las salas españolas tras pasar sin pena ni gloria por el último festival de Venecia. Aunque en ningún momento deja de ser un entretenido thriller, durante todo el metraje mantiene una lucha continua por no caer en la tentación de convertirse en una mera película de psicópatas que solo cabría en la sobremesa de una cadena generalista para acompañar la siesta de los domingos. La mayor parte del tiempo sale victoriosa del reto, sobre todo gracias a una casi siempre correcta dirección por parte de Marnier, que firma también el guion. También merece mención la cuidada fotografía de Romain Carcanade, que utiliza el azul y el gris como colores principales para retratar un entorno frío y hostil en un hogar que, solo cuando se acerca a colores más cálidos, empieza a parecer cómodo de una manera retorcidamente perversa.
Y es que, como cabría esperar, la perversidad de todos sus personajes es el principal motor de El origen del mal. Desde el inicio no nos oculta que la familia que nos presenta no es sino un auténtico nido de buitres al más puro estilo de la Succession de HBO. La humilde protagonista parece destinada a dar una lección que ponga de manifiesto la hipocresía de los que, hallados en un estatus mucho más alto, solo miran por su propio individualismo. Pero también se juega a cambiar las tornas e invitar al espectador a que descubra quién es el gato y quién el ratón en esta siniestra persecución; o que juzgue quién es verdaderamente la mosca que, en un plano detalle que no pasa en absoluto desapercibido, es devorada por una planta carnívora mientras Stéphane (Laure Calamy) se adentra en la enorme mansión poblada de vegetación exótica y animales disecados.
Sin embargo, El origen del mal cae en el pecado de adentrarse en el exceso, y Marnier decide renunciar a un plano final muy notable, en el consigue definir dónde radica verdaderamente el “origen del mal” mediante un sofá vacío y una mirada a través de una ventana; resolviendo la búsqueda de un hogar perdido —uno de los principales temas de la cinta— de la diabólica manera que exige una propuesta de estas características. Pero por desgracia, un innecesario epílogo que desemboca en una incoherente locura rompe el equilibrio de la película, y esto es precisamente lo que acaba sentenciándola. En última instancia acaba cayendo en su propia trampa. En los minutos finales le resulta muy difícil escapar del saco de candidatas para la programación de las siestas de los domingos. Cuando la música de los créditos empieza a sonar, uno acaba por darse cuenta de que el espectador es realmente la mosca, y ha caído de lleno en las fauces de la planta carnívora.