Francisco J. Pacheco / 30.06.2023
No hay mejor manera de describir Asteroid City (2023) que la frase más sencilla que se puede decir sobre ella: Es, ni más ni menos, la nueva de Wes Anderson. Punto. Para lo bueno y para lo malo. Con todo lo que ello conlleva. Con esta sencilla esquela, el cinéfilo medio ya sabe con seguridad qué es lo que va a encontrarse cuando se siente en la butaca. Anderson no solo es uno de los autores más relevantes y conocidos entre el gran público, sino que además ha conseguido consagrar su estilo hasta un nivel tan exagerado, que solo con decir “la nueva de Wes Anderson” podemos definir perfectamente el ADN completo de Asteroid City. Porque, efectivamente, no hay sorpresa. Anderson vuelve a filmar una película que rebosa su identidad por los cuatro costados: es una comedia absurda, dirigida de manera manierista, coreografiada hasta el extremo, con una composición simétrica que busca el punto de fuga hasta límites insospechados, con una paleta de colores híper saturada y con movimientos de cámara y personajes calculadísimos al milímetro. Y… sigue siendo buena.
Lo cierto es que se le puede criticar a Anderson —y tendríamos mucha razón en ello— la poca innovación que se ha producido en su cine desde que patentó su propia marca. El pastelero sabe hacer sus deliciosos pasteles como nadie, pero no ha variado la receta lo más mínimo. Tal es así que la inteligencia artificial, tan de moda últimamente, tiene tan calada su estética, que circulan por redes no pocas versiones de El señor de los anillos, Star Wars, Harry Potter y otros tótems de la cultura pop imitando el estilo «andersoniano». La IA, si se lo propusiera, sería capaz de dirigir una película siguiendo al pie de la letra el toque de Anderson, pero ni por asomo podría reproducir a un Hitchcock o a un Scorsese, autores que por supuesto cuentan con un sello propio, pero son capaces de otorgar a cada uno de sus proyectos una personalidad única.
Anderson, por su parte, no deja de devorarse a sí mismo en cada producción, calcando una y otra vez su propia retahíla de elementos comunes, siendo incapaz de huir y alejarse de su «marca de la casa». Es por ello muy entendible el cansancio y saturación que han provocado en la crítica y en el público general tanto Asteroid City como su predecesora, La crónica francesa. Pero para los incondicionales del autor, y para todos aquellos a los que el cuerpo le pida más de lo mismo, Asteroid City sigue cumpliendo con creces, y Anderson sigue siendo el rey de la fiesta.
Esta vez asistimos a un homenaje al «sci-fi» de los 50 ambientado en el desierto norteamericano, pero rodado en Chinchón (Madrid), donde se dan cita las típicas montañas «buttes», carreteras infinitas —con correcaminos incluido—, moteles, coches de época, y la base de observación astronómica que supone el eje de los acontecimientos de la película, lo cual quizás suponga la única y curiosa vinculación de la localización real con la ficticia, pues a poco más de 100 kilómetros de la «Asteroid City» castiza se encuentra el Complejo de Comunicaciones de Espacio Profundo de Robledo de Chavela, que desempeñó un papel fundamental de apoyo a las comunicaciones con Houston durante la histórica misión del Apolo 11. ¿Estaría pensando en ello el bueno de Anderson al traer sus naves espaciales a la Comunidad de Madrid?
En el reparto muchos grandes nombres (Tom Hanks, Margot Robbie, Steve Carell) se unen a los ya habituales del cineasta (Jason Schwartzman, Scarlett Johansson, Tilda Swinton, Adrien Brody, Bryan Cranston, Edward Norton, Jeff Goldblum), aunque en una apuesta tan coral algunos de ellos quedan reducidos a meros cameos. El guion, a cargo de Roman Coppola y del propio Wes Anderson, derrocha humor ágil y gran comicidad en prácticamente cada secuencia. Aunque a priori podría ser narrativamente inferior a otras películas director, lo cierto es que tiene mucha más miga de lo que pudiera parecer, proponiendo un juego meta cinematográfico en el que todo queda envuelto dentro de una obra de teatro ficcional que sí logra escapar moderadamente del estricto estilo «andersoniano» al desprenderse de su estética de vivos colores para refugiarse en el blanco y negro. Resulta muy curioso cómo, en este caso, renunciar al color, logra una mayor comunión con el mundo real frente al estridente universo Anderson. Un universo que, para aquellos que lo disfruten con pasión, seguirá expandiéndose mientras a su creador no se le acabe el carrete (y mejor que así sea).