Mario C. Gentil / 02.03.2023
Vuelve el Japanese Film Festival Online, al que ya acudimos en 2022 en la que supuso la su segunda edición. En esta ocasión la programación festival está dividido en dos tramos. En el primero, del 15 de diciembre hasta el 15 de marzo, toda persona que tenga a bien registrarse puede visionar seis títulos japoneses inéditos en España. A partir del 15 de marzo, otras seis nuevas cintas renovarán la programación hasta mitad de junio. Este sistema sin duda hará que las personas tengan mucho más tiempo para ver las diferentes películas, y por consiguiente sumará, a priori, más público. Pero esta elección trae consigo la pérdida de la envoltura mágica que conlleva la exhibición de películas a modo de festival con sus fechas menos laxas. Un festival que adopta muy acertadamente el formato online (es la única posibilidad de exhibición de algunas de estas películas) no puede, sin embargo, desligarse de la esencia temporal del festival. En este caso, el espectador que acude siente que la experiencia es más cercana a una plataforma que a un evento cinematográfico único. Realizada esta apreciación, que comience la crítica de la primera película (Wonderwall: The Movie) que realizamos desde testigodecine.com sobre la programación del Festival.
En Kioto, otrora capital de Japón, y que conjuga las más ancianas tradiciones niponas con ser una de las ciudades más estudiantiles del país, una mítica casa-dormitorio universitaria de más de cien años pretende ser clausurada por el rectorado de la universidad para construir un nuevo edificio que les permita recibir más financiación pública, mientras que los jóvenes resisten. Hay obras de ficción que deberían ser documentales, y documentales que ganarían con un enfoque de ficción. En este caso, Wonderwall (Yûki Maeda, 2020) es un caso ejemplar de una mala elección conceptual. Si bien la peli cabalga entre los dos terrenos, aunque se declare abiertamente en su despliegue narrativo como una obra de ficción, la realidad es que nunca termina de definirse ni en su género, ni en su tono. Va desde el drama juvenil, al falso documental social, comenzando por un amago de romance, pero que discurre irregularmente. Da la sensación de una pieza pensada en demasía por partes. O peor, que las partes se han ejecutado y montado sin homogeneidad tonal ninguna.
La reivindicación que reclama la cinta no es acompañada en su puesta en escena por elecciones decididas y valientes. Más bien parece que la anarquía que en cierto momento se autodenuncia en el filme sea la misma impulsora de sus diferentes segmentos, sin llegar a consenso, a puntos comunes de unión entre ellas; y sin tampoco tener un tamiz de modernidad o experimentación del cine realizado por nuevos jóvenes. Se produce así una casual y caprichosa similitud con el propio argumento de la obra: a la bienintencionada labor que respira la cinta le acompaña una ejecución desigual y sin la suficiente fuerza. La utilización de la voz en off en su prólogo, el flashback, o el arco de personajes en todo momento desprenden fragancia a proyecto fallido, flaco, que sirve más de aprendizaje al autor que de revelación al espectador. La cámara que a veces acompaña de cerca al protagonista, y desde donde se nos enfoca la mirada, lo abandona y vuelve por momentos, dejando a su suerte al personaje sostén del film, de igual modo que los estudiantes a trompicones avanzan en su proyecto de abolición de derrumbe. Puede que un énfasis mayor en el centenario enclave (que no es real, sino evocador de otros que existieron en Kioto), hubiese centrado la propuesta. Quizás abrazar el documental hubiese imprimido más carga dramática al asunto. O quién sabe si un verdadero arrojo por la vía romántica hubiese posibilitado algún tipo de hallazgo. Lo cierto es que ninguno de estos cimientos se asientan con fuerza, por lo que difícilmente The Wonderwall conseguirá mantenerse en pie mucho tiempo después de su construcción.
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