Mario Cortez Gentil / 30.01.2022
Francia se empeñó en ser el país que mayor versatilidad cinematográfica y originalidad de historias nos aportara en este pasado 2021 con obras como Titane (Julia Ducournau), Vortex (Gaspar Noe), Benedetta (Paul Verhoeven), Annette (Leos Carax), El acontecimiento (L’événement, Audrey Diwan) o la que nos concierne: Petit Mamam. En ella la directora y guionista Céline Sciamma sigue haciendo un cine de un corte muy personal, siempre con tintes autobiográficos. Si en Naissance des pieuvres (2008) y en Tomboy (2011) nos contaba experiencias propias del proceso de madurez en la pubertad, hablando del descubrimiento de la sexualidad en la primera, y la construcción de una identidad de género en la segunda, o en Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019) exponía un romance con semejanzas con una reciente relación, en su última película, nos habla de otra historia que remite a su pasado, a la pérdida de un familiar querido (su abuela) y al duelo tanto de ella como de su madre.
Para ello la directora nos reconstruye la casa de su abuela, y filma exteriores en el mismo pueblo en el que creció. Los articula en una trama argumental muy original, que no se ha visto mucho en la gran pantalla, aunque sea una idea en la que todos hemos podido pensar (el encuentro con nuestra madre niña siendo nosotros niños). Ahí reside su fantasía (más en este carácter mitológico que en la magia intrínseca del salto en el tiempo), universal, con límites temporales difusos, y ambientada en una casa rural, donde el paso de las décadas se nota menos, y en un ulterior bosque, entorno por antonomasia donde, desde las regiones escandinavas, hasta el anciano mediterráneo, se han representado la mayoría de mitos en Europa.
Valiéndose de este recurso, Petit Maman se enfoca en lo que realmente pretende: la mirada de una niña. El imaginado diálogo, transparente y sincero, reparador y comunicativo, a un mismo nivel jerárquico, de una hija con su madre. La observación y la reflexión es el modo en el que se nos presenta, reinando por encima de todo el tono contemplativo y calmado durante todo el metraje, donde subyacen los conceptos de la exploración y la comprensión.
Para ello, formalmente nos lo da sin distracciones compositivas, donde la serenidad de los encuadres y el ritmo de las escenas nos invitan a pensar, sin acaparar el montaje ningún protagonismo, que se lo cede a las niñas (es de nuevo significativo la calidad del trabajo de dirección de actrices niñas y primerizas, como en sus tres primeras películas). Ahonda en ese afán de no agitar los sentidos el hecho de ser una película en la predomina el silencio, pues solo aparece un tema musical, y ya en su parte final, de su siempre recurrente productor musical Para One. Pero pese esta pausa con la que discurre narrativamente el filme, la construcción sólida que posee, sin escenas inútiles, la envoltura mágica, y su corta duración (que incide en este afán democratizante), hace que en ningún momento la cinta corra el riesgo de convertir este ritmo en algo tedioso.
Si las tres primeras obras de Céline Sciamma componen una trilogía que aborda temas como el coming of age y a la construcción de la identidad femenina, Retrato de una mujer en llamas y Petit Maman pueden considerarse la creación de otro ciclo: el de la reparación y la supremacía de la mirada, para mediante el respeto, la igualdad, la contemplación y el progresivo conocimiento, hacer del amor un proceso sano, puro, sin equívocos ni corrupciones.
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